Opinión | La gata sobre el teclado

María Pérez

‘Sundrying’

El Observatorio de Mundos Habitables de la NASA no será tan grande como el concepto LUVOIR de 15 metros, pero podría incluir un espejo segmentado.

El Observatorio de Mundos Habitables de la NASA no será tan grande como el concepto LUVOIR de 15 metros, pero podría incluir un espejo segmentado. / NASA.

Los cazadores de tendencias andan al acecho de cualquier nuevo concepto adoptado por algunas de las lumbreras que nos iluminan en las redes sociales desde sus pedestales, encumbrados por cantidades indecentes de fieles seguidores. Cualquier palabra registrada en el delirante diccionario influencer (fuente de inagotable sabiduría en estos tiempos de realidades virtuales e inteligencias artificiales) puede ser un filón para creadores de contenido digital.

Un ejemplo de uno de los términos que ha sido carne de #hashtag hasta el infinito y protagonista de memes hasta el más allá es el sundrying: un método de secado de la ropa (natural y ecofriendly) que consiste en dejarla estratégicamente colgada en algún lugar a la intemperie para que la luz solar y el aire extraigan gradualmente toda la humedad de las prendas. No es magia, es ciencia. Es lo que viene siendo… tender la ropa en el balcón, en la azotea o en el tendedero de toda la vida, pero quizás haciéndote algún selfie antes, después o durante el proceso, dejando constancia de que se te empieza a secar también alguna neurona y, por supuesto, se te va la pinza (esta expresión era inevitable).

Estas tonterías del primer mundo, desatan la creatividad de los generadores de memes que no tardan en viralizarse por todo el universo de las redes interconectadas. En este sentido, el tuitero @Javierdoe, advertía desde su perfil: «Cuando hagas #sundrying para secar tu ropa, tienes que preocuparte del #CloudRain porque se te puede #WaterWet la ropa y entonces tienes que gritar #TheClothes! #TheClothes! al ver las primeras gotas y hacer #SpeedRun a buscarla al patio antes de que se moje». Otro usuario de Twitter agradecía a los millennials su «honda sabiduría» y confesaba: «mis padres siempre han puesto la ropa a secar en la azotea. Ellos lo llaman tender pero no sabían que estaban haciendo #sundrying» (@eltivipata). Por otro lado, mientras algunos se han hecho eco de una noticia que confirma la existencia de este nuevo método de secado por parte de la NASA, otros han aprovechado la ocasión para poner a la venta un tendedero con pinzas bajo el epígrafe: «Vendo secadora solar con accesorios».

Bromas aparte, lo que sí parece ser una tendencia real que va en aumento es el valorar todas aquellas experiencias que no puede aportar la tecnología y, por otro lado, la imperiosa necesidad de utilizar ésta a nuestro favor en lugar de terminar siendo esclavizados por ella. Tomando como ejemplo el tema que encabeza estas líneas, podríamos decir que tener una secadora en casa puede ser muy útil puntualmente, pero las ventajas de tender la ropa al sol serían la verdadera opción premium.

Yo no tengo secadora en casa, pero sí dispongo en cambio de una azotea y cada vez que subo a hacer sundrying me siento verdaderamente privilegiada. Reconozco que es una de las pocas tareas domésticas que me gusta y que, además, disfruto. Esa mezcla de sol, viento y olor a limpio; la visita de alguna tórtola o algún pinzón perdido; el sonido de los campanarios del Mercado y de La Concepción; tender o recoger bajo la luz de la Luna llena… son sensaciones y experiencias que me perdería si tuviera (o dependiera) de una secadora. Por no hablar de las historias que me invento observando a los vecinos del edificio de enfrente mientras cuelgo y descuelgo prendas (les he puesto nombre a algunos: la chica rubia que siempre sale al balcón a fumar, se llama Marilyn Winston; el señor con bigote que siempre se toma el café mirando por la ventana, se llama Mr. Finestra y el chico que se asoma siempre sin camiseta se llama… ¡Jesús!).

La cruda dualidad nos tiene siempre girando en el mundo de los pros y los contras. Por eso nos puede parecer que la tecnología nos avanza por un lado y nos atrofia por otro, pero… no es ella, somos nosotros y nuestra eterna dificultad para discernir cuándo utilizarla (y para qué) y cuándo no. Un constante proceso de aprendizaje que conlleva, tal vez, el riesgo implícito de que acabemos todos un poquito mal… de la azotea.

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