Opinión | Gentes y asuntos

Manolo Vieira

Manolo Vieira.

Manolo Vieira. / E. D.

Entró pronto y bien en la historia que realmente importa, la que nos toca a todos y hunde sus raíces en hitos memorables que le ganaron el pulso al tiempo; y cerró el telón con la dignidad de los grandes, los que tienen sitio para siempre en el imaginario colectivo. La noticia de su muerte acentuó un insomnio temporal combatido en vano con hipnóticos convencionales y con la publicitada melatonina y, en esa encrucijada, recordé la primera charla en el Florida Park, centro de referencia en la transición cuando Madrid perdía los olores de cocido y naftalina y la democracia era un niña descarada y torpona. Eran los ochenta del primer gobierno socialista, los políticos con nuevos lenguajes y gestos, los primeros logros y transformaciones sociales.

En las carteleras de cine y teatro se buscaba con alegre urgencia el tiempo perdido y, con patente gata que se exportaba a provincias, la movida tenía sus nombres, lugares y olvidos. La burguesía con posibles, local y temporal, contaba con una oferta variada de salas; por citar sólo dos, Cleofás, con el gancho de los geniales Tip y Coll y, como atracción de fuste, el celebérrimo local del Parque del Retiro.

Allí, entre la sorpresa y el silencio, con un impecable traje negro y planta de galán latino, abrió una hilada confesión de cuitas y sucedidos un canario en la Villa y Corte, con la monarquía fresca, el hoy emérito, entonces sin cuestión y con aureola, y con Felipe González, ya sin pana, en el palacio de La Moncloa. Conocía a Manolo Viera a través del entusiasmo de colegas, de buenas referencias personales y alguna que otra intervención radiofónica. Pero fue esa noche cuando nació una buena amistad, de trato intermitente –«por el mar del medio», como decía– pero cercano, cordial y afectuoso por su buena pasta. Compartimos mesa con dos compañeros que están en la mejor historia de TVE en Canarias: Mariano Martín, impulsor del centro regional y responsable máximo de producción y realización, entonces vinculado a Antena 3, y Fernando Díaz Cutillas, creador en 1971 del eterno Tenderete, con los que me encontré casualmente en un restaurante de la Plaza Mayor y que me embullaron para la inolvidable velada.

A una señora despachada de una mesa vecina, que no paraba de reír las ocurrencias del cómico, al término de su intervención, Manolo le regaló una rosa y a tal punto se emocionó que buscó como una posesa al fotógrafo del local y, semanas después, recibimos unas copias que aún conservo y que ahora devolvió las sonrisas del grupo de espectadores, de tres personas queridas y ausentes, y una dama madura y cordial que, conquistada por la naturalidad y gracia del artista de La Isleta, fue feliz aquella noche.

Mientras paisanos próximos evocan al artista en el cuerpo a cuerpo, comentan su inteligencia rápida y su carácter afable; mientras todos los dispositivos de comunicación a mi alcance están saturados de necrológicas documentadas y sentidas que, al contrario que las encuestas electorales, no distinguen intereses ni ideologías; mientras, pese a los días transcurridos, se difunden glosas de todos los frentes y comunicados institucionales y por las redes sociales, tan perversas y chivatas a veces, vuelan mensajes lacónicos y cariñosos de las multitudes que lo vieron, en vivo y por la tv, y no lo olvidan.

Parado por las danas y sus anuncios –no sé ciertamente cuáles son peores– localizo en unas cajas de fotografías y negativos de Diego Robles, jienense y fotógrafo ambulante y de prensa en La Palma, unas instantáneas de la Bajada de la Virgen de los años noventa, tanto de su primera actuación como de una cena larga con guitarras en el Chipichipi donde, con parte de Los Viejos, saltamos de la guaracha al son, de la habanera al bolero, con un parrandero entusiasta y aplicado que acuñó también espectáculos musicales; una noche dulce que acabó con los claros del día.

Con una viva inteligencia y una agudeza sorprendente, Manolo pasó de camarero a monologuista mucho antes de que el género se multiplicara y choteara. Cuarenta años atrás fue un pionero en la lectura textual y gestual de nuestra idiosincrasia, un lector sutil de nuestras claves y un intérprete de un microcosmos que tiene, como mérito principal, su emplazamiento entre tres mundos y la síntesis de la suma de peculiaridades, entre ellas la adaptación a todas las coordenadas y la supervivencia.

Cierta noche me tocó darle paso en aquellas tiernas y añejas fiestas de arte donde confluían reinas y cortes bellas, grupos folclóricos y líricos y cuadros plásticos, alcaldes y mantenedores y, alguna vez, un cómico local que, para bien y para mal, nadie sabía por dónde podría salir. Y ya hablé del talento y la medida. Durante años, José Castellano recorrió Canarias interpretando a un mago pícaro y socarrón creado por el escritor Pancho Guerra. Fue en puridad el único precedente aproximado al que González Jerez calificó con razón como «el único humorista canario» porque, frente a la ordinariez graciosa, a la ruda moraleja de Pepe Monagas, el gran Vieira trató la cotidianidad con inteligencia y hasta ternura; corporizó personajes creíbles con defectos e ingenios comunes; dibujó canarios reales que, sin excesos de rusticidad, se reconocían sin complejos.

Con Manolo Vieira se nos fue un amigo general; con inteligencia, que es el único valor que no se desvanece; y con probada elegancia, que es el equilibrio entre el ingenio, la sencillez y la pulcritud. Irrepetible.

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