Opinión

Artificial Lope

Escribo esto después de leer que una «inteligencia artificial» ha «descubierto» una obra del «inmortal» Lope de Vega entre miles de manuscritos de la Biblioteca Nacional

César González-Ruano le dijo una vez a Manuel Alcántara: «yo para qué quiero pasar a la posteridad, Manolo, ¿para hacer inmortal el apellido González?». No creía el viejo canalla en ese modo de inmortalidad, me contaba muchos años después Manolo, que también desconfiaba de ella.

Casi todo el que lo ha pensado mínimamente descree. Borges, en un divertido y brevísimo poema, dice «la meta es el olvido, yo he llegado antes», porque sabía que pasados unos milenios todos estaríamos a la misma altura, Cervantes y yo, ambos igualmente olvidados.

Escribo esto después de leer que una «inteligencia artificial» ha «descubierto» una obra del «inmortal» Lope de Vega entre miles de manuscritos de la Biblioteca Nacional. Al parecer, el programa compara los textos con otros reconocidos y establece la paternidad. Y por asociación de ideas me ha venido a la memoria uno de esos poetas que casi nadie recuerda ya, Manuel Fernández Sanz, Manolito el Pollero, que se murió el mismo año en que yo nací.

Manolito no se tomaba muy en serio a sí mismo, tanto que se puso él mismo ese sobrenombre aludiendo a una próspera pollería y huevería que su familia tenía en la madrileña calle Tetuán, lo que le dio para vivir sin trabajar, aunque una vez confesó que «solo trabajé vez, medio día, en un apretón por Navidad», afirmando acto seguido que era el único poeta de España que vivía de la pluma (la pluma del pollo, naturalmente).

Cela publicó, tras su muerte, «Silva, Grillera y Cigarral de Manolito el Pollero», recogiendo los poemas que iba improvisando por tabernas y cafés o que escribía en servilletas de papel que arrojaba al suelo y que rescataban los amigos.

La leyenda le dibuja gordo, comilón, bebedor, pródigo (su familia logró que un juez lo declarase así, pródigo, para que no malgastase la fortuna), pero a aquella fama de informalidad, de bohemia, de ser un poco botarate, no le cuadra la hondura que a veces logró en el verso, como en este villancico titulado El Niño Jesús Dormido: «Cuando con los demás niños/ de niño jugabas tú/ ¿sabías o no sabías/ que eras el Niño Jesús?/ Hoy que dormido te veo,/ tan ajeno a vida y cruz,/ mi Rey Niño, he sospechado/ que no sabías aún,/ cuando eras niño del todo,/ que eras el Niño Jesús».

Unos versos que quizá no desentonarían en una antología de clásicos del Siglo de Oro, atribuibles a muchos de los grandes poetas clásicos, incluso a un artificial Lope, si nos permite la licencia esa inteligencia que parece saberlo todo, incluso lo que no sabemos de nosotros mismos, y hacer que Manolito el Pollero, siquiera camuflado, ponga un pie en la inmortalidad.

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