Opinión | Un carrusel vacío

Marina Casado

La Babilonia de Damien Chazelle

La Babilonia de Damien Chazelle

La Babilonia de Damien Chazelle

Dice el Apocalipsis sobre la mítica ciudad de Babilonia: «Porque todas las naciones han bebido del vino de la pasión de su inmoralidad, y los reyes de la tierra han cometido actos inmorales con ella, y los mercaderes de la tierra se han enriquecido con la riqueza de su sensualidad». Una ciudad que, en los textos bíblicos, representaba la lujuria y la maldad y estaba personificada por «la Gran Ramera», una lasciva mujer que cabalgaba una bestia de siete cabezas. Sus propios pecados la llevaron a la destrucción.

Las primeras escenas de Babylon, la nueva película de Damien Chazelle, son hiperbólicas y coloridas: una fiesta multitudinaria en la mansión de un magnate, en la que la depravación no tiene límites: orgías, drogas, alcohol y hasta un elefante que se abre paso entre los atónitos invitados. Nos encontramos en Los Ángeles, 1926, cuando todavía triunfaba el cine mudo y las estrellas llevaban una vida de excesos. Los alegres años veinte, los llamaron. Entre los invitados de la fiesta está Jack Conrad, un galán del cine mudo que dedica su tiempo libre a emborracharse mientras se casa y se divorcia con una retahíla de mujeres a las que apenas conoce. Este personaje, ataviado con un bigotillo a lo John Gilbert, representa todos los estereotipos de los galanes cinematográficos de la época y está magníficamente interpretado por Brad Pitt, que le otorga esa carismática combinación de arrogancia y melancolía. Gracias a él, el mexicano Manny Torres –encarnado por Diego Calva–, que empieza siendo un sirviente, consigue entrar en la industria del cine. Desde el comienzo de la película, Manny está enamorado de Nelly LaRoy, una joven descarada, obscena y sensual que se cuela en la fiesta y que sueña con ser una actriz reconocida. Margot Robbie es quien da vida a la alocada muchacha, realizando una de las mejores interpretaciones de su carrera.

En Babylon asistimos al ascenso y la caída de una serie de personajes que acaban siendo destruidos por sus propias ambiciones. En 1927 se produce un acontecimiento que lo cambiará todo: triunfa el cine sonoro a partir de El cantor de jazz, una película de Alan Crosland protagonizada por Al Jonson. Ni Jack Conrad, ni Nelly LaRoy –que para entonces ya es una estrella del cine mudo– consiguen adaptarse a la nueva realidad. Hay que sumar a esto la llegada a Estados Unidos, en 1930, del llamado Código Hays, una ley de producción cinematográfica que restringe las películas y censura todo aquello que no se considere decoroso. En la película, vemos cómo la misma sociedad de Los Ángeles que antes se deshacía en juergas desmedidas se vuelve hipócrita y racista en unos pocos años. El filme de Chazelle me ha parecido la alegoría cinematográfica de El Jardín de las Delicias, el famoso tríptico de El Bosco; concretamente, a la escena que representa la lujuria y a la del infierno, simbolizado en la película por el club clandestino al que el repulsivo personaje que interpreta Tobey Maguire lleva a Manny.

Babylon es un homenaje al cine clásico y a las estrellas fugaces hollywoodienses. Tiene momentos excesivamente escatológicos que se perdonan con facilidad, porque quedan compensados por la brillantez de las escenas y el mensaje que se transmite. Damien Chazelle ya había demostrado su talento y su pasión por el cine y el jazz clásico en Whiplash (2014) y La La Land (2016), convirtiéndose en uno de mis directores contemporáneos preferidos, quizá porque puedo identificarme con esa sensibilidad hacia el pasado y conmoverme con sus historias de amor imposible, siguiendo la estela de Casablanca o Cinema Paradiso. En Babylon existen, además, muchos guiños cómicos, sobre todo al principio, que a pesar de estar un poco exagerados nos trasladan a aquellos rodajes mastodónticos del Hollywood de los años veinte.

Hay que conocer el cine clásico para amarlo. Recuerdo que, siendo niña, me quejaba cuando mis padres ponían una película en blanco y negro, porque estaba acostumbrada al color. Poco a poco, fui descubriendo el encanto de los grises, la nostalgia de un mundo perdido. Me gusta que los filmes contemporáneos ahonden también en esa realidad, incluso lo considero necesario.

Hace poco, les puse a mis alumnos de catorce años Barrio, de Fernando León de Aranoa, y en el debate posterior que mantuvimos me la describieron como «la historia de unos niños de la Antigüedad». Si una película de 1998 es para ellos casi como una obra de la Grecia clásica, ¿qué pensarían, por ejemplo, de El cantor de jazz? Hace falta saber más allá de la época en la que vivimos. Aunque Babilonia fuera juzgada y destruida, continúa brillando, eterna en su fugacidad.

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