Opinión | Gentes y asuntos

Mal gusto

Mañueco y Gallardo ahondan en la confusión sobre el protocolo del aborto

Mañueco y Gallardo ahondan en la confusión sobre el protocolo del aborto

Fuera de las atrocidades imparables de la invasión de Ucrania, los despropósitos paradójicos, patéticos e innecesarios de la ley del sí es sí y de la sobrada Montero; de los derechos incuestionables de las mujeres de los que opinan con falta de respeto y finura los machotes, y de la nieve que pintó, como en los relatos pascuales, las cumbres de fuera, la semana nos trajo, como de propina el entierro de un rey sin corona, las pavadas de dos talludos conocidos y ociosos que viven del cuento y la taquilla; y, como fin de fiesta –seguro que contra la voluntad de una de las partes– las aparatosas querellas de una ruptura de amor otoñal.

Si nuestro oficio no fuera tan puñetero, picajoso y puntual, podríamos enseñar, con variada tipografía una carta variada en gustos y precios para complacer a una clientela de amplio espectro que devoraría sus contenidos y disfrutaría de una sabrosa digestión con sus afines o, por el contrario, los vomitaría de puro empacho.

Entramos en materia. Con la parca y rotunda complacencia de la tradición, unos centenares de atenienses siguieron en las inmediaciones de la ateniense Catedral Metropolitana de la Asunción de Santa María las incidencias de las exequias y el desfile de reliquias del antiguo régimen que despidió a Constantino, un rey a la vieja usanza derrocado por los coroneles con los que, en principio, pactó, o quiso pactar, un imposible estado a la antigua. En cualquier caso, para tranquilidad de los monárquicos, la familia real que cerró un ciclo de la historia fue generosamente tratada por el régimen republicano que la sustituyó en 1973, mediante referéndum, con más del setenta por ciento de los votos y en un procedimiento con observadores internacionales, sacaron sus capitales y bienes muebles, muchos subastados en casas internacionales y se dieron a la gran vida, a la que estaban acostumbrados, en lujosos destinos.

El segundo tercio, la carajera del indocumentado Gallardo, un facha joven e irredento, sobre el aborto, las amenazas de ruptura con su socio castellano-leonés Mañueco y la ceremonia de la confusión desatada por el PP en alza, revelan, nada más y nada menos, los costosos acuerdos de los partidos de gobierno con los cercanos ideológica o coyunturalmente y, de rebote, el marasmo que suponen siempre los potajes. El debate actual, con imposturas y falacias, es un atentado directo contra la libertad de las mujeres a las que nadie, y menos la extrema derecha, puede interpretar sus conciencias ni cuestionar ni limitar sus derechos.

La tercera viñeta entra por cuestiones de estulticia y de apellidos y es una coña marinera de tal calibre que degrada a quien la nombra, con una talluda cuarentona –marquesa de Griñón– y un maromo, una década más joven, que venden fidelidades e infidelidades, peleas y reconciliaciones a quienes se las compren.

Detrás del entremés – piezas breves y cómicas entre los dramas del Siglo de Oro, aparece la Dama Inmóvil, septuagenaria activa y recién separada de una alianza incomprensible. Para mí no bajó ningún peldaño de gloria el autor de La ciudad y los perros y una docena de títulos que conforman lo más culto y renovador de la narrativa americana contemporánea. Pero no entendí su presencia, junto a la esfinge filipina cuyas carencias culturales son tan ostensibles como sus cacareadas dotes de conquista.

Si la alianza de ocho años con la embalsamada Preysler se pudo entender como la cuota de frivolidad que todo genio se permite de cuando en cuando caer derrotado ante Fujimori, excederse en un liberalismo que es demasiado antiguo para un intelectual de incuestionable talento y/o meterse de lleno, cuando está de vuelta de todo, Nobel incluido, en las cuchicuernas políticas nacionales de una Europa confundida y con pulsiones hacia la ultraderecha. La ruptura de mal estilo, especialmente por la primera señora de Julio Iglesias, entra de lleno, para gloria de los envidiosos del gran Mario, en un pantano grosero donde se habla de pirulas, sólo útiles para las necesidades mingitorias, detritus y flatulencias malolientes que espantan a la clientela de cualquier restaurante o local público.

El disparatado menú durará lo que queramos. De momento, a mi me apetece interpretarlo como un paréntesis hacia algo mejor o, Dios no lo quiera, como una carrera cuesta debajo de gente sensata y que tienen ganado un merecido lugar en la historia.

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