Opinión
El pan
Si en alguna parte es palpable la crisis, siempre es en el precio del pan, que influye ya más en eso que llaman «inflación» que el de la luz, según algunos expertos
Aparece en las maldiciones bíblicas y en los rezos. Se nos condenó a ganarlo «con el sudor de la frente» y muchos piden «el pan nuestro de cada día, dádnosle hoy». Aunque funcione, cierto es, como sinécdoque, como la parte por el todo, no conozco otro alimento que intervenga en asuntos tan graves como las maldiciones y las plegarias. El pan.
Están cerrando muchas panaderías, dicen los titulares en algunos periódicos. Los panaderos no pueden soportar el coste de las materias primas y de la energía necesaria para producirlo. Han ido subiendo los precios del producto pero ni así. Si en alguna parte es palpable la crisis, siempre es en el precio del pan, que influye ya más en eso que llaman «inflación» que el de la luz, según algunos expertos.
Ante estas noticias se me viene al recuerdo, inesperadamente, un cuplé de carnaval que me cantaba mi madre cuando yo era muy chico. Debe ser, supongo, de mediados de los años cuarenta del siglo pasado, a juzgar por lo que canta: «dicen que la penicilina/ remedia todos los males./ Pero lo que no remedia/ son los bollos a seis reales». En aquellos días de la España del hambre el carnaval estaba prohibido, la penicilina la compraba de estraperlo solo quien podía pagarla, y el pan costaba más de lo que se podía permitir la gente humilde.
No caminamos por la misma vereda, claro, pero quizás sí por alguna paralela. Lo malo es que nos pilla en otros tiempos y con otras costumbres. Le leíamos el otro día a José María de Loma una columna sobre la «caja lenta» que están instalando en algunos supermercados, donde la gente podrá ir a pegar la hebra, a charlar un rato, a paliar un poco la soledad. Un toque de humanidad en la frialdad de las grandes superficies. Pero eso no sustituye a la inmensa humanidad de aquellos tenderos que ya no existen y que «daban fiado» («fiao», en este sur que habito y que me habita). El de mi calle se llamaba Antonio, era grandullón y botarate, pero no tenía problemas en que la gente se llevara el género sin pagarlo en el momento de adquirirlo. Él lo iba apuntando en una libreta, una hoja por familia, y al final de semana o de mes, según los casos, se ajustaban las cuentas. Y la gente sobrevivía así, no había otro modo.
Pero ahora se está haciendo muy difícil llegar a fin de mes, el carro de la compra es muy caro por más que tratemos de adelgazarlo y dejar solo lo imprescindible. El pan y todo lo demás está empezando a quedar fuera de nuestro alcance. Pero la tienda de Antonio lleva muchos años cerrada y ya nadie nos da a crédito la mitad del cuarto de manteca «colorá» y un par de molletes para el desayuno.
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