Opinión | Artículo Indeterminado

Ana Martín-Coello

Por su amor

Por su amor

Por su amor

La primera serie vinculada a una mascota olímpica que recuerdo es El osito Misha.

Contrariamente a lo que siempre creí, no era rusa, sino que estaba hecha en Japón, de donde ya nos habían llegado Heidi, De los Apeninos a los Andes (Marco) y Mazinger Z, entre otros manga y anime con personajes de ojos enormes que lloraban en horizontal.

Estaba, por supuesto, convenientemente doblada al español y su banda sonora original, compuesta por Yoko Agi y Ryudo Uzaki, constaba solo de dos canciones: Misha, con la que se iniciaba cada episodio, y Natasha, la canción de cuna que hacía de tema de cierre.

Si todos los niños eran como yo, debió forrarse RCA con ese single cantado por Tito y Tita, porque, además de saberme la letra íntegra, no paré hasta que me regalaron el disquito de marras.

Hasta aquí todo lógico. El merchandising estaba más que inventado y asumido en los 80.

Lo curioso viene ahora. Esos Juegos Olímpicos, los celebrados en Moscú, fueron boicoteados por Estados Unidos, seis meses antes de su celebración, para protestar por la invasión rusa de Afganistán, que tuvo lugar en diciembre de 1979. A pesar de los intentos de Brézhnev para que se pudieran celebrar las Olimpiadas con normalidad, el gobierno de Jimmy Carter consiguió que se adhirieran al boicot de una u otra forma más de sesenta países entre los que estaba, oh, sorpresa, Japón.

Efectivamente: el mismo Japón que ganó un pastizal con la serie en la que el osito Misha –mascota y símbolo nacional de esa URSS que tanto denostaba, que violaba el Derecho Internacional, que merecía pública represalia– vivía aventuras divertidas, tristes o románticas con su amiga Natasha, de nombre tan ruso como él.

El mismo Japón donde estaba radicada la empresa que se forró vendiendo los derechos a un montón de países para que niños y niñas de la generación X nos sentáramos a corear el «vámonos, vámonos para ese país, vamos a jugar y a disfrutar sin fin». Que menos mal que en esa época no nos interesábamos por la geopolítica, porque menuda empanada mental de haber sabido que «ese país» podía ser uno u otro, terrible o bueno, dependiendo de los yenes que hubiera de por medio.

Tal vez no tenga nada que ver. O todo que ver. Pero que Estados Unidos, debido a la invasión de Ucrania por parte de Rusia, haya reconsiderado seriamente su relación política y económica con Venezuela, el país más recalcitrantemente antiyanqui, soltando, incluso, a un par de sobrinos políticos de Maduro que estaban presos en Norteamérica acusados de narcotráfico, por mor del petróleo, no deja de hacerme sentir como lo que soy. Como lo que somos: espectadores inermes e insignificantes de una partida en la que se nos juegan, cada día, mientras nosotros solo podemos sorprendernos, indignarnos o resignarnos.

Como los ciudadanos rusos que vieron cómo una empresa japonesa se hacía millonaria explotando la imagen de Misha, un oso pardo, su emblema nacional.

Como los represaliados por Muamar el Gadafi, que, de la noche a la mañana, presenciaron su salto sin red del eje del mal a miembro de pleno derecho de la comunidad internacional y aliado de Occidente.

Como los que mandaron a sus hijos a morir a la caprichosa guerra de Irak, la de las armas de destrucción masiva que nunca se encontraron.

De los «países canallas» al «mundo libre» y viceversa, lo único que podemos tener claro es que, desde el Arcipreste de Hita hasta aquí, poca novedad:

«En resumen lo digo, entiéndelo mejor,

el dinero es del mundo el gran agitador,

hace señor al siervo y siervo hace al señor,

toda cosa del siglo se hace por su amor».

@anamartincoello

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