Opinión | Entre acordes y cadenas

Stanford, la decadencia de una universidad centenaria

Stanford, la decadencia de una universidad centenaria

Stanford, la decadencia de una universidad centenaria

Recuerdo una escena rodada por el gran cineasta danés Lars Von Trier. En su película Nymphomaniac, del año 2013, protagonizada por Charlotte Gainsbourg y Stellan Skarsgård, ambos mantienen un diálogo que dice así:

-No use esa palabra. No es políticamente correcta. Negro.

-Disculpe, pero en mi ambiente siempre llamamos a las cosas por su nombre. Cuando se prohíbe una palabra se quita una piedra de los cimientos democráticos. La sociedad demuestra su impotencia ante un problema retirando palabras del lenguaje. Los que queman libros no conocen la sociedad.

-La sociedad diría que lo políticamente correcto es la expresión democrática de nuestro interés por las minorías.

-La sociedad es tan cobarde como las personas que la conforman. Son demasiado estúpidas para la democracia.

Pues bien, ha pasado ya casi una década y sus palabras, para desgracia de todos nosotros, han adquirido una actualidad demasiado peligrosa.

La prestigiosa Universidad de Stanford, en los Estados Unidos, que, desde su fundación en 1891, nos ha otorgado la colosal cifra de ochenta y un Premios Nobel, se acaba de sumar a lista de instituciones educativas que abandonan el humanismo, libre por naturaleza, para adentrarse en el tiránico terreno de los dogmas laicos que impone la nueva religión woke.

Como si se tratase de otro capítulo de 1984 de George Orwell, quienes llevan las riendas de la universidad han decidido arrancar algunas páginas del diccionario e, imitando los procedimientos del bueno de Tomás de Torquemada, que ha regresado de los infiernos, las han lanzado a la hoguera. ¡Y vaya si han ardido! Tanto que las llamas se han podido contemplar desde la vieja Europa, desde lo alto de nuestros edificios, los costeros y los interiores. Incluso el humo ha llegado hasta aquí y, en ocasiones, se ha introducido en nuestras conciencias, asfixiando nuestro espíritu crítico y nuestro clásico librepensamiento.

Porque, dentro de poco, en los pasillos de Stanford, hablar se convertirá en un crimen. Si antes los alumnos más osados aprovechaban la oscuridad de la noche para echar un piti o dar unos tragos, en breves se verán obligados a hacerlo solo para abrir la boca, mover sus labios y pronunciar la palabra «loco». Y más les vale esconderse bien, ya que de no hacerlo, de ser descubiertos por alguno de los integrantes de la policía del pensamiento que, como espectros, vagarán por el campus, podrán ser expulsados de la universidad.

«Loco» no se puede decir. Es ofensivo, «trivializa las experiencias de las personas que viven con problemas de salud mental». De modo que tendrá que ser sustituido por «sorprendente» o «salvaje». Es decir, el poeta León Felipe, republicano y exiliado en México, era un ser anacrónico y ofensivo que hay que eliminar de los libros. Escribió un poema titulado Ya no hay locos. Algo intolerable. Habrá que reescribirlo y titularlo Ya no hay sorprendentes.

Lo mismo ocurre con la palabra «bravo», que se elimina por «perpetuar el estereotipo del salvaje noble y valiente, equiparando al varón indígena con menos que un hombre». Por tanto, si has asistido a un concierto y te ha gustado, ya no podrás ponerte en pie, aplaudir y decir «¡bravo!». Tendrás que callarte y morderte la lengua para que no se te escape. En caso contrario, todos te mirarán y te despreciarán por lo racista que eres.

Pero la lista continúa. Si te casas, ya no podrás ir a las «Islas Filipinas». Esta denominación es colonialista. Deberás hablar solo de «Filipinas» o de «República de Filipinas». Ya no hay «seniles», sino «personas que sufren de senilidad». Ni «chicos», sino «gente». Ni «hispanos», sino «latinx», con X al final, como el título de una película pornográfica. Y bueno, dentro de lo que denominan «lenguaje impreciso», se elimina también la palabra «aborto» y se reemplaza por «fin» o «término». A lo que yo me pregunto, fin o término, ¿de qué? Tampoco se dice, por lo que el sustitutivo resulta ser más impreciso que la palabra censurada.

Todo esto está ocurriendo ahora mismo en Stanford. Y no les quepa duda de que mañana llegará a España. Y los iluminados, pocos, aunque muy ruidosos, reclamarán hacer lo mismo en la Universidad Complutense de Madrid o en la de Barcelona. Confiemos en que la cordura se imponga y que, cuando los censores, autoritarios del presente, enciendan sus hogueras para la calcinar la cultura, nos demos la vuelta y dejemos que el fuego purificador se extinga en soledad.

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