Opinión | A babor

Golpe a golpe

Manifestantes afines a Jair Bolsonaro toman la sede del Congreso, el Palacio de Planalto y el Tribunal Supremo Federal en Brasilia, Brasil

Manifestantes afines a Jair Bolsonaro toman la sede del Congreso, el Palacio de Planalto y el Tribunal Supremo Federal en Brasilia, Brasil / Télam

El asalto a la democracia brasileña, una suerte de chapucera imitación de la siniestra chapuza que resultó ser el asalto al Capitolio, ha sido unánimemente rechazado por las fuerzas políticas españolas, desde Vox a Podemos. Está bien que la condena del golpismo sea moneda de uso aceptado entre los representantes del poder político español. Claro que no todo el mundo ve el asunto de la misma exacta manera: desde Vox han elegido señalar la dudosa coherencia y doble moral de los partidos de izquierda cuando tienen que condenar distintos intentos de golpe de Estado producidos en los últimos días en América Latina: no es lo mismo si son los de Bolsonaro los que se lanzan a las calles para pedir la intervención del ejército, que si lo hacen los seguidores del peruano Pedro Castillo, para tomar el Congreso y disolverlo. Desde Podemos han preferido jugar en casa, comparando la barbarie de Brasilia con el bloqueo de la renovación del Poder Judicial por el PP. Que Pablo Fernández, portavoz de Podemos, compare a Feijóo con Bolsonaro podría resultar escandaloso, sobre todo viniendo de quienes no hace tanto apoyaron la kermesse de Rodea el Congreso, aquella iniciativa que empezó llamándose Ocupa el Congreso, y que parece que ya se les ha olvidado.

Pero más aún que los olvidos podemitas, lo que es de verdad escandaloso es que el PP y el PSOE –dos partidos que se presentan como moderados– también anden instalados en el uso del aquelarre bolsonarista para desprestigiar al adversario. El intercambio de tuits del presidente Sánchez, Cuca Gamarra, los escuderos del presidente y los palmeros de Gamarra evidencia que algo muy malo nos está pasando. Aquí todo puede convertirse en un señalamiento de la maldad intrínseca del de enfrente.

Desde luego, no es solo una enfermedad española, el radicalismo y el populismo se extienden por todas partes. Aunque nosotros tenemos más y mejores antecedentes, algo que siempre ha sorprendido a los europeos. A Bismark se le atribuye la sentencia «España es el país más fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentado destruirlo y no lo han logrado». Cuando el Canciller de Hierro soltó su frase, España salía de un siglo especialmente bárbaro y salvaje: habíamos sobrevivido a la guerra de independencia (una guerra civil encubierta entre realistas antigabachos y liberales afrancesados), de las guerras de sucesión, de unos cuantos golpes de estado, rebeliones cantonales, el derrumbe de la monarquía y de la república en menos de un lustro. No contentos con matarnos unos a otros a cascoporro, también la hemos emprendido con quienes nos mandan: en el XIX liquidamos a dos presidentes de gobierno, Prim y Cánovas, a principios del XX acabamos con otros dos más, Canalejas y Dato, y en el 72, Carrero voló por los aires. Dos siglos de asonadas, cuartelazos y ruido de sables, de repúblicas legítimas pero nunca plesbicitadas, de revoluciones más o menos sanguinarias, de ajustes de cuenta entre la izquierda, de guerras civiles y décadas de dictadura. Somos –probablemente– el país del mundo que más guerras cainitas lleva en su ADN. Y eso es algo que se transmite de una generación a otra, que define lo que somos, cómo somos, cómo trataríamos (si pudiéramos) al que no piensa como nosotros.

Hace 48 años, hubo una generación que logró ponerse de acuerdo paras acabar con las matanzas y su recuerdo y construir un país que fuera por fin para todos. Nos funcionó relativamente bien casi cuarenta años, pero llevamos ya una década empeñados en volver al odio, a la rabia y a la destrucción, o al menos al discurso de la destrucción. La política se ha infectado de virulencia, radicalismo y conflicto. Y poco a poco contamina la calle, contamina las relaciones laborales, la economía, la justicia, el periodismo, las instituciones… convierte la búsqueda de acuerdos y consensos entre los dispares en un defecto, una demostración de flojera ideológica y de cobardía. Nuestra sociedad no admite ya a un espacio para quien se sitúa en tierra de nadie. Aquí, o estás conmigo o estás contra mí, y todo el que no piense como yo es un analfabeto, un miserable, un marichulo, o un vendido al petróleo de Moscú. La verdad es que estamos apañados. A un paso de volver a nuestras viejas grescas de siempre. Golpe a golpe.

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