Opinión | Entre acordes y cadenas

La clase política de Narnia

Narnia es un país lejano. Tanto que in-cluso hay quien piensa que es imaginario, que solo existe en los sueños de los niños y que, por tanto, se desvanece simplemente con pronunciar su nombre. Pero yo he estado allí más de una vez. Y lo he visto con mis propios ojos, con los mismos con los que ahora les contemplo a ustedes.

Su capital se llama Cair Paravel. Un lugar precioso, bañado por el mar, en cuyo punto más alto se alza un imponente castillo de altas torres y brillantes cúpulas. Es el hogar del monarca, el Rey Frank, cuyo progenitor abdicó en su favor, y de su esposa, la Reina Helen. Ambos muy queridos por el pueblo, tanto por los habitantes de la ciudad como por los campesinos.

Hubo un tiempo, lejano ya, en que los narnienses guerrearon por cuestiones políticas. Pero terminada la contienda y derretidas las nieves, aprendieron a convivir en armonía. Algunos pensaban de una forma y otros de otra. Y, ante el desacuerdo, conversaban y trataban de llegar a pactos que, la mayoría de las veces, consistían en ecuánimes soluciones salomónicas.

A veces surgían problemas, por supuesto. En cualquier sitio existen los que pretenden imponer su verdad. Eso sí, eran pocos. Cuatro o cinco. Y aunque hacían mucho ruido, la gente no les prestaba demasiada atención.

Todo cambió, sin embargo, un día determinado. Aún no se conocen las causas reales. Hay quien dice que fue debido a una gran crisis económica. Y otros, a un plan preconcebido para sembrar la discordia y llegar al poder. En cualquier caso, desde ese momento, Narnia nunca volvió a ser lo que fue.

Los programas televisivos, antes educativos, fueron sustituidos por reality shows donde los participantes se revolcaban en el fango y mostraban al público sus miserias, físicas y metafísicas.

Los clásicos hombres y mujeres de Estado, educados y formados, abandonaron la política para dar paso a sujetos cerriles y zambombos que se enzarzaban entre sí por las cuestiones más banales que podamos llegar a imaginar.

En los planes educativos, donde antes se daba primacía a la historia o a la filosofía, ahora se enseñaba cómo mantener relaciones sexuales prepúberes, la importancia del like, del coaching o del hashtag o las ventajas del recién creado metaverso narniense.

Al principio, la gente mostró su rechazo. Pero, como suele ocurrir con todas las enfermedades, sobre todo cuando emponzoñan el alma, la desconfianza hacia el prójimo y el odio al que pensaba diferente se fueron extendiendo por todos los rincones del país.

El nuevo presidente del gobierno, que había llegado al poder de forma legítima, democrática, se enamoró tanto de sí mismo y de su posición que, a pesar de su declarado republicanismo, comenzó a soñar con destronar al querido Rey Frank y ocupar él el trono. Llegaba tarde a los eventos oficiales, utilizaba a su discreción los carruajes reales y efectuaba nombramientos para cargos públicos de personas sin formación, pero serviles, que tenían la común característica de caer de hinojos a su paso. Era apuesto, todo hay que decirlo, muy alto y de una guapura sin precedentes. Y claro, eso embauca a cualquiera que tenga ojos.

Había una ministra, la titular de la cartera de papiroflexia, recién creado ministerio con pocas, aunque importantes competencias, que, cansada de que los avioncitos de papel fueran la manualidad más extendida en los colegios, invirtió millones de rupias narnienses para fomentar que los niños prestaran también atención a los barquitos y demás figuras de blanca morfología.

Tal fue el interés del gobierno en tamaña empresa que, mientras la sanidad, la educación o la justicia cada vez contaban con menos medios, los portavoces políticos prácticamente solo hablaban de los necesarios barquitos de papel, espejo del país y orgullo de foráneos.

Y, por supuesto, su trabajo fue recompensado con subidas de sueldo. Una decisión tomada en silencio, sin demasiado ruido. Porque los narnienses, en aquel momento, empezaban a sufrir las consecuencias de la mala gestión de sus políticos. Apenas tenían suficiente dinero para comprar leña y calentarse en invierno. O para pagar velas con las que iluminarse por las noches.

Así fue cómo Narnia entró en decadencia. Un proceso paulatino orquestado por la nueva clase política que, aunque política, carecía de clase.

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