Opinión
El estado de opinión del Rey
El estado de ánimo de los llamados españoles se mide en millones de barómetros y estudios de mercado, aunque se les ha vedado expresar su opinión sobre el Rey, tal que si fuera una divinidad como en Tailandia. Esta puerta blindada se entreabre el día de Nochebuena, aprovechando la confusión etílica de la plebe. El balance numérico de la atención ciudadana oscila entre preocupante y desolador. La audiencia del mensaje navideño de Felipe VI ha declinado en cuatro millones de espectadores en dos años, el declive monárquico transcurre a mayor velocidad que el religioso. La expectación decaída puede deberse a que Juan Carlos I figuraba este año en segundo plano, quizá el discurso ganaría en interés si lo leyera Letizia.
La lectura del mensaje navideño transmitió la sensación de que el Rey no tenía mucho que añadir a lo sucedido en 2022, repitió decenas de veces los términos de «Constitución» y «Europa», que «debemos proteger» ahora de la extrema derecha arrogante. Puede que Felipe VI haya desarrollado el síndrome del inquilino de larga duración, sin argumentos más poderosos que la rutina para quedarse o mudarse. Advierte contra «la división», pero la ausencia de una sola figura republicana en condiciones garantiza el statu quo. En cambio, el monarca debe precaverse del enemigo interior, de la hipótesis de que la segunda de sus hijas encuentre a un Meghan que revolucione el palacio.
En los albores de la transición se escrutaba el «estado de opinión» de los cuarteles, con una obsesión que no logró detener el golpe. El «estado de opinión» del Rey le detiene en el desgaste institucional, sin llegar al Constitucional. Reservó su intensidad pasional para hablar de Ucrania, que suena a táctica evasiva con la que tiene montada en casa. Cuando el espectador tozudo repara en que la alfombra de palacio no está lisa, el interés por el mensaje se ha desvanecido. Si hubiera un ganador del discurso regio, sería Sánchez a los puntos. A los votos es otra cuestión.
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