Opinión | Caleidoscopio

Navidad

Sorteo de la Lotería de Navidad

Sorteo de la Lotería de Navidad / ROMÁN G. AGUILERA

Mientras escribo este artículo suenan por todas partes las voces de los niños y niñas de San Ildefonso cantando los números y los premios de la Lotería, en una tradición que forma parte ya de la Navidad junto con las celebraciones gastronómicas, las luces y los belenes o la cabalgata de los Reyes Magos. Un sorteo profano y recaudatorio se ha convertido, al pasar de los años, en un rito más de unas fiestas cuyo sentido religioso se pierde poco a poco.

La Lotería forma parte de esas quimeras humanas que solo se materializan en los cuentos infantiles y en los sueños de todos esos adultos que confían en que la suerte les puede tocar a ellos, cansados como están de no tenerla. En esto la Lotería juega un papel importante: el de ilusionar a todo un país en torno a una fantasía. Poco importa que la ley de probabilidades proclame que la posibilidad de que el sueño se cumpla es tan remota como la de que te caiga un rayo, puede que más; todos seguimos jugando a la Lotería de Navidad como si fuera una cita con nuestro pasado igual que en estas fechas todo lo es, lo queramos o no. Desde los villancicos a Papá Nöel, desde las inocentadas del 28 de diciembre al concierto de Año Nuevo, siempre el mismo, todo remite a nuestra conciencia infantil, esa que permanece indemne al paso del tiempo y que se manifiesta en estas fechas más que nunca, para alegría de unos y tristeza de otros o para los dos sentimientos juntos, depende de cada persona. Por lo que a mí respecta la salmodia de los niños que cantan la Lotería dos días antes de la Nochebuena es la que despierta en mí todas esas sensaciones, porque me remite a un mundo en el que todo quedaba muy lejos y en el que la Navidad traía nieve y carbón a partes iguales, sin necesidad de pedírselos a los Reyes.

Hoy, cuando este artículo puede leerse, ya se sabrá a quiénes les tocó la Lotería, quiénes cumplieron su fantasía infantil, mientras que los demás seguiremos igual que siempre con nuestras vidas decididos a encarar, un año más, el maratón de celebraciones y de consumo superfluo que la sociedad impone y al que tan difícil resulta permanecer ajeno. De fondo, cada vez más lejos, irán quedando las voces de ese coro infantil que llenó de felicidad a unos pocos mientras que al resto nos hizo evocar otros tiempos e imaginar que volvían por unas horas. Aunque no todo en ellos fuera evocable. Con el paso de los años, se olvida la realidad y se magnifica el sueño, pero no todo es digno de ser recordado. Al tiempo que los villancicos llenaban de fantasía aquella España de miseria, yo recuerdo, por ejemplo, el disgusto que recibí tal día como hoy (anteayer para los lectores) a cuenta de la Lotería de Navidad. Era a principios de los sesenta, cuando la televisión empezaba a llegar a las casas de los españoles ricos. La mía no lo era, pero, como todos los niños, mis hermanos y yo soñábamos con la televisión y, para consolarnos por no poder tenerla (y para que dejáramos de preguntar por ella todos los días, supongo), mis padres nos prometieron que, si les tocaba la Lotería de Navidad, compraríamos una. Comprenderán nuestra decepción cuando, al regresar del monte al que nos llevó un vecino el día del sorteo para alejarnos de nuestra casa por unas horas con la excusa de buscar un árbol, su mujer nos anunció muy contenta a la puerta que la Lotería no nos había tocado pero que el Niño Jesús nos había traído una hermana. Fue hace 60 años. Aprovecho para felicitarla.

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