Las luces navideñas han invadido las calles de Santa Cruz. En una de ellas, situadas en el barrio de El Cabo (uno de los más antiguos de la ciudad), hay un banco (de los de sentarse) y junto a él un árbol al que este año le han tocado las luces de color azul. La estampa se vuelve más propia de un cuento de Dickens, a pesar de las suaves temperaturas, cuando cerca de las once de la noche el banco es ocupado por Antonio. A veces se me hace un poco tarde y bajo la basura a esas horas. Entonces le veo, acostado, tapado con una vieja manta y con los ojos ya cerrados. Siempre se quita los zapatos para dormir y los deja perfectamente alineados en una de las esquinas del asiento público. Los zapatos suelen tener aspecto de haberse lavado por última vez antes de la Guerra Civil, pero por la pacífica expresión de su rostro, cualquiera diría que camina sobre algodones.
Le observo desde hace unos seis años. Al principio me causó cierto rechazo porque andaba nervioso por la calle, hablando sin parar con seres imaginarios. Con el tiempo han ido reduciéndose esas misteriosas conversaciones. Es inofensivo, pero muy esquivo. A veces, pide algo para comer en un establecimiento de comidas preparadas (ahí descubrí su nombre). Los italianos que regentan el local, le dan un par de tuppers y se dirigen a él por su nombre. Lo mismo hacen en la panadería de enfrente. A mí me pidió hace tiempo una coca cola y el otro día, en la puerta del estanco de chuches, me preguntó si tendría un euro para comprarse un paquete de «Emanems». Empiezo a sospechar que acude a mí cuando le da un bajón de azúcar.
Este año he llamado en dos ocasiones a los servicios sociales del ayuntamiento. La primera fue para informales de la presencia de una chica joven en la avenida Tres de Mayo que estaba sentada en la acera, con los brazos y la cabeza apoyados en sus rodillas, junto un cartel que indicaba su situación: “estoy sola y embarazada”. Desde los servicios sociales, me dijeron lo mismo que cuando llamé para preguntar por la situación de Antonio: les tienen ubicados, les han ofrecido alternativas a estar en la calle, pero no pueden obligarles. Es un asunto complejo porque, según las palabras textuales de quien me atendió la última vez (y a quien no pude evitar preguntarle por qué se suelen negar a recibir esa mano que se les ofrece), “han asumido su situación como forma de vida”. Es como si hubieran perdido la capacidad para aceptar que otra alternativa es posible para ellos. Los recursos están ahí, pero no los ven. Y hay casos, en los que las autoridades competentes no pueden obligarles a aceptar una ayuda que rechazan por la razón que sea.
¿Hasta qué punto podría interpretarse esto como libre albedrío?
En un encuentro nacional de arquitectura y arte sacro, celebrado en Brasil en 2017, un artista y teólogo jesuita llamado Marko Ivan Rupnik contó que, en el año 1512, cuando el gran Miguel Ángel finalizó su famoso fresco del techo de la Capilla Sixtina, los cardenales le pidieron que rehiciera un pequeño detalle. Al parecer, el artista había representado el panel de la creación del hombre con los dedos de Dios y Adán tocándose. Los prelados insistieron en que los dedos se mantuvieran separados: el de Dios extendido al máximo y el de Adán con la última falange contraída. La razón era su significado: Dios está siempre ahí, pero la decisión de buscarlo depende de cada ser humano. Si quiere, extenderá su índice hasta tocar a su creador. Si no, podrá pasar toda su vida sin buscarlo siquiera. De ese modo, afirmaba el teólogo, el dedo contraído de Adán representa el libre albedrío.
Los recursos están ahí, pero la voluntad de aceptarlos es nuestra. Parece todo tan fácil… pero no lo es, en absoluto. Porque no hay diferencia entre la realidad y lo que la mente de una persona interpreta con respecto a esa realidad. Entonces, ¿cómo ayudar? No tengo ni idea de cómo se puede cambiar la mente de una persona para que deje de arruinarle la vida. Lo único que se me ocurre es no juzgar. Y quién sabe, quizá me atreva a desearle a Antonio una Feliz Navidad en estos días (a ver qué cara me pone) o tal vez, en 2023 me atreva a preguntarle cuál es su historia. Y quizá hasta me la cuente… por un puñado de «Emanems».