Opinión | EN EL CAMINO DE LA HISTORIA

Juan Jesús Ayala

Decadencia de la cultura

Estamos entrando en una época en que las certidumbres se desfondan. No se sabe hacia dónde se va. No se sabe si habrá grandes regresiones, si no van a desarrollarse guerras en cadena, lo que nos hace pensar que el porvenir es muy incierto. Los intelectuales que hasta ahora han marcado el rumbo y que deberían seguir haciéndolo en periodos de conflicto, como el actual, andan perplejos. Da la sensación de que dentro de ellos, de sus investigaciones en cualquiera de los ámbitos donde desarrollan su función están intimidados por el choque de nuevas tecnologías, asustados por la globalización de las economías donde economistas de alto fuste dan recetas que van a las papeleras de las grandes corporaciones que gobiernan el mundo o hacen diagnósticos postmortem como si fueran, más que otra cosa, forenses practicantes que una vez que tienen ante sí el cadáver sí son capaces de diagnosticar la causa de la muerte, pero no antes. Andan desconfiados ante diversas instituciones desde los parlamentos, gobiernos hasta la misma ciencia médica cambiante sometida a la influencia de las grades farmacéuticas que marcan el paso del progreso en el escenario de la investigación farmacológica, y lo paradójico es cómo medicamentos disponibles para curar graves enfermedades llegan a unos países y no a otros. Desde luego no a nosotros que nos toca muchas veces soportar el desvío de una ciencia que se nos escapa.

Y no digamos de las universidades esforzadas por definir sus líneas de investigación y se ve cómo caen en una ideologización rampante dejando el conocimiento sometido a la mezquindad de aquellos que influyen para que determinados asuntos e investigaciones se oscurezcan o se oculten porque el que no esté en el rumbo marcado será anatemizado. De ahí que el compromiso con la cultura se diluya llegando a ser protagonista de acciones controvertidas y de silencios escandalosos.

En Canarias, por ejemplo, tierra amenazada por una degradación de su solar, con una densidad de población que crece sin cesar, y que como se sabe en territorios como el nuestro donde el mar limita su extensión se puede dar lugar a conflictos sociales de envergadura. Donde hay islas que siguen pidiendo lo suyo y se les torea como si la gente fuera tonta, donde el volcán destruyó esperanzas adornadas por débiles e incumplidas promesas de los gobiernos, tanto del español como el canario vemos cómo muchos viven sin expectativas, que es lo peor que puede sucederle a un ser humano, dándose la paradoja de que lo que circula es la incapacidad política de no abordar con decisión la solución y no haberse adelantado a los acontecimientos sino que estos fueran marcando el paso donde los intelectuales, la cultura, la universidad guardan silencio o si alzan sus voces son tan débiles que apenas sí traspasan la barra de un bar o el umbral de los paraninfos.

Cuando la cultura se desvanece la sociedad va tras de ella y si hace muy pocos años festejábamos un prodigioso fin de siglo, se hablaba del fin de la historia, de la solución de los problemas, del triunfo del capitalismo y de la democracia comprobamos cómo estamos sumergidos en la más extrema perplejidad donde, como reafirmó el escritor mexicano Carlos Fuentes, «todo ha de reformularse. Todo ha de repensarse». Debe ser así, pero la pereza y la rutina acompañan a aquellos que deben hacerlo que més que otra cosa viven en la virtualidad, lejos de la realidad.

Como si estuviésemos en la tesitura de escoger entre la imitación de Narciso, enamorado de sí mismo, y la de Prometeo, que intervino a favor del género humano robándole el fuego a los dioses aun atado con cadenas en la cumbre del Cáucaso, donde un águila acudía a devorarle el hígado que volvía a renacer una y otra vez, lo que hizo decir a Esquilo que la Humanidad será salvada un día a través de la cultura y de la intelectualidad pero ¿cuándo? Cuando por fin cese el suplicio de Prometeo.

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