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Luis Ortega

Pablo Milanés

Pablo Milanés durante su concierto de 2018 en el auditorio Alfredo Kraus. Juan Castro

La sobremesa del último martes se maguó con una noticia triste y esperada y, a la pena, tuve que ponerle música y meter en las desnortadas imágenes del telediario una leve esperanza de futuro. Por encima del dudoso otoño, con la añadida amenaza del frío a la guerra bárbara de Putin y la firme resistencia ucraniana, de la recesión que fustiga a Europa, el cóctel de contagios que nos amenaza y los insultos procaces del circo político, emergió la imagen afable y la voz clara de Pablo Milanés y la convicción de la eternidad de los grandes en el recuerdo fiel de sus admiradores. Gentes de toda condición desfilaron por la capilla ardiente, en Madrid, donde residió los últimos años por su precaria salud y donde contó con un público leal gracias a “la inspiración y el compromiso, valores que andan juntos y se complementan”, como me contó en una entrevista en la Cuba de los 70.

“Verás que no hay ningún Pablo malo”, me dijo ufano en el primer encuentro en La Habana, y soltó la retahíla de tocayos ilustres – Picasso, Neruda, Casals – a la que, entonces y ahora, añadí al moreno que rezumaba cultura, cordialidad y sana curiosidad por España y las Canarias de las que oyó hablar tanto en su Báyamo natal, famosa por su hospitalidad y alegría.

Con experiencias juveniles en grupos de música tradicional, el primer concierto con Silvio Rodríguez en la habanera Casa de las Américas fijó su rumbo personal y artístico, puso su talento y formación al servicio de sus convicciones sociales y descubrió “la cercanía entre el amor y la guerra”.

En 1972, el Primer Encuentro de la Canción de Protesta dio carta blanca a la que se llamó la Nueva Trova, con raíces en el acervo melódico y rítmico isleño pero permeable al rock y la música pop; “contra las banalidades cotidianas” usó textos progresistas con la exaltación de los ideales socialistas y fustigó la injusticia, el colonialismo, el racismo y el sexismo. Tuvo como figuras cimeras a Milanés y Rodríguez, flanqueados por los nombres de Leo Brouwer, Noel Nicola, Eduardo Ramos, Sara González, Sergio Vitter, Leonardo Acosta, Amaury Pérez, Pablo Menéndez, Emiliano Salvador y Rafael de la Torre.

Iniciado con los parabienes del régimen – pero observado, de cuando en cuando con lupa – Pablo y Silvio lideraron un grupo de proyección internacional y ambos, enseguida, se sumaron con justicia a las voces iberoamericanas que destacaban entonces: Mercedes Sosa, Víctor Jara, Vinicius de Moraes, Daniel Viglietti. Violeta Parra, Milton Nascimento, Simone y Chico Buarque, que renovaron los gustos y discotecas de las progresías americana y europea.

Sin abjurar de ideología y principios, mientras crecía su fama y su inspirado repertorio ganaba admiradores en todo el mundo, enfrentó la deriva represiva del régimen cubano con tanta firmeza como claridad. “Las ideas se pueden discutir y combatir, pero nunca se encarcelan”. Defendió a los reprimidos y abogó por un necesario y pacífico cambio político en Cuba, donde espació sus estancias y actuaciones, pero conservó intacta su popularidad y el afecto incondicional de sus compatriotas que hoy le lloran.

Estos días hablé con cubanos del interior y exterior y me cuentan que, fuera de los pésames oficiales, la difusión de sus canciones en la radio y la televisión públicas, las manifestaciones de duelo en la isla se efectuaron con discretos controles policiales, “innecesarios porque, en estas horas sólo cabe la pena”.

Compartió su vida con cinco mujeres, entre ellas Yolanda Benet, madre de sus tres primeros hijos y a la que dedicó una de las más bellas baladas de amor en lengua castellana; presumió de sus siete hijos y nueve nietos, uno de ellos compartido con el Che Guevara; y dejó en su tierra, y por todos los lugares por donde pasó, legiones de amigos que recuerdan la calidad y sentimiento de sus temas – los más exigentes de la Trova – que juntaron la armonía tradicional con la riqueza de sus recursos musicales, su calidad de guitarrista y su voz poderosa y diáfana para los tiempos de amor, de lucha y esperanza, los grandes asuntos que movieron su existencia.

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