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Francisco Pomares

Historias de viajes

Historias de viajes

Entonces yo escribía para mí. Y un día todo ardió. Seguro que fue un desastre, pero yo recuerdo aquella catástrofe como el mayor espectáculo vivido, con la misma atroz nostalgia con que la baronesa Von Blixen recordaba su vida lejos de las llanuras de Kenia: «Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong...» Pues yo también tenía algo que era mío: tenía mis libros y mis notas, y lo peor fueron las notas: se fundieron en cenizas al calor de aquel fuego que devoró mi casa, y con ellas yo perdí lo mejor de mi memoria. Guardaba esas notas en dos floppys de 3 y medio, de color amarillo, archivadas en Wordperfect con sus nombres de ocho dígitos, como la clave de una caja fuerte.

Entonces yo escribía para mí. Y, alguna vez, volvía a leer lo que escribía.

Solo se salvaron del fuego las notas que había publicado en La Gaceta. Justo el tiempo que duró el suplemento de verano de un verano cualquiera. Apenas 38 de más de cien... «Haz algo sobre viajes, algo ligero», me había pedido Jorge Bethencourt, que era entonces director de aquel periódico destinado a irse, y yo tire entonces de mis tres libretas de resorte, de tapas color marrón, llenas de papeles sueltos y amarradas con gomas. Y construí mi pequeño catálogo de historias mínimas, condensadas en la quinta parte de una página de estas, la tira de texto alargado que ha sido desde el principio el sitio donde me invento diariamente. Le cogí gusto a mis notas y a mis viajes y seguí escribiendo hasta llegar a más de un centenar, aunque el verano ya había pasado hacía semanas, y a Jorge dejó de interesarle rellenar de letras algún rincón de papel de aquel estío.

Un par de inviernos después dejé la agencia de noticias en la que trabajaba, para ser yo mismo mi propio jefe y mis viajes comenzaron a cambiar. El mundo se me hizo distinto y una suerte de rigor profesional comenzó a pudrir lo que escribía. Porque entonces yo seguía escribiendo, pero ya no lo hacía para mí. Dejé de apuntar. Renuncié a preservar la historia íntima y personal de mis correrías, a sortear el tiempo transcurrido, a devolverme los ojos iluminados de asombro, renuncié a la selva mojada tras la lluvia, al fulgor de la noche ártica, el silencio implacable del desierto, el humo inacabable de los gats, o el vértigo desde The Top of the Rock. Y fue entonces cuando cambié. Seguí viajando, y cada vez más lejos, cada vez más deprisa, cada vez más cómodo. Dejé de tomar notas, empecé a grabar declaraciones, a hablar solo con gente que era carne de noticia, o que quería serlo, y me fui perdiendo en este periodismo de hechos y de cifras y de palabras inútiles y promesas incumplidas.

Un día, hace ya algunos años, mi hijo vio en mi oficina una página de periódico en la que un saltimbanqui con malganada fama de espía me acusaba de haber organizado un golpe de Estado en Guinea Ecuatorial. Ojalá hubiera sido cierto, podría contarles algo más interesante que el destino de mis notas de viaje… Me preguntó mi hijo por esa historia y le busqué y leí un texto antiguo de La Provincia: El cerdo de Teodoro, que cuenta con detalle aquel lance. En la misma carpeta amarilla encontré las 38 tiras publicadas en La Gaceta. Las notas que escaparon al fuego. Las historias vividas en las ciudades, las selvas y las playas de la vida. Historias fuera del tiempo, lejos de lo cotidiano, bañadas por luces distintas, por colores ajenos. Historias sobre la belleza que se esconde en los pliegues de todo lo que es nuevo a los ojos. Las historias que una vez me hicieron creer que yo iba a ser como un Manuel Vicent de provincias, cronista de colores antiguos y narrador de perfumes de lo ajeno: historias de lugares de paso, y personas encontradas y perdidas.

Ahora me llaman y me cuentan lo que ocurre cerca, o paseo por los sitios donde se cuece lo que dicen que importa, o escarbo en legajos e informes en busca de algo que me inquiete o me entretenga. Y aquí estoy esta noche, como todas, tecleando a toda prisa, intentando cumplir con mi encargo de periodista viejo, una tira más para los que aún siguen leyendo el periódico. Acabaré en un instante.

Aunque aún guardo las libretas de resorte de tapas marrones y el oculto deseo de volver a escribir todos los viajes que hice, y también algunos de los que nunca llegué a hacer.

Pero ya no escribo para mí.

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