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Turistas en una terraza del Sur de Gran Canaria. Andrés Cruz

El otro día iba por la calle y de repente surgió una terraza. Plaf. De la nada. De pronto. Con sus mesas y sus sillas y sus camareros diciendo caballero, solo puede sentarse si va a almorzar. Era una calle tranquila, no me gustan las calles nerviosas. Una calle con vocación peatonal pero donde diariamente varios congéneres dejaban de fumar a causa del atropello de un patinete. Los patinetes atropellan cada día en mi ciudad a siete personas, teniendo en cuenta que podrían fumar dos de esas siete, colegimos que los patineteros están haciendo una gran labor de salud pública. Dos fumadores menos al día. Por lo menos hasta que se recuperen. Del susto y de las heridas.

La terraza casi me arrastra pero cuando vi que estaba surgiendo pude acelerar el paso y quedar a salvo. Rápidamente, nada más surgir, se sentó una pareja que pidió sangría y paella. También se sentó un señor que se parecía a Tom Cruise y unas chicas que estaban de despedida de soltera y que, temiendo a posibles nuevas ordenanzas, en lugar de macropenes de plástico en la cabeza llevaban tomos del Quijote, falda larga y unas camisetas en las que podía leerse Viva la raya vallecana. Pensé en seguir observando la nueva terraza, pero si me quedaba más tiempo no iba a tener espacio para meter en el artículo tantas cosas, tantos clientes, tantas mesas y tantos camareros con sus pantalones negros, sus camisas blancas y su inglés hostelero fluido. Churros no había. O no era hora. Traté de imaginar, de recordar, cómo era la calle hacía solo un rato pero tal ejercicio me produjo un mareo y temí desvancerme y que me sentaran a almorzar. Dejé de imaginar. Hay gente que no ha imaginado nada nunca en su vida y no le ha pasado nada. Yo soy facilón para que me sienten a almorzar y a veces hasta me he sentado ya medio inconsciente, mareado e inclusive listo de papeles, pero no es plan de que ahora así, de repente, a solas, zas, me vea con un albondigón con papas enfrente, la tarde por venir y vino juguetón.

Traté de acelerar el paso pero se me aceleró el corazón: iba a doblar la esquina y había surgido otra terraza. Esta era más agradable, dado que tenía manteles y jarras de cerveza. Vi venir el camarero hacia mí. Tienes que escribir excelencias de nuestra terraza, me dijo. Cuando aparecemos de repente siempre invitamos a aceitunas, añadió. Le dije que quería una cerveza también, que iba a tomar el aperitivo. Ah, no señor, me dijo con suficiencia. No hay mesas libres.

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