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Primeras damas

Me había propuesto no contribuir a aumentar la abundante oferta existente sobre la perspectiva de género, pero el empeño woke por liderar uno de los pilares de la guerra cultural, colocándolo en la pole del debate y la atención ciudadana, me lleva a rectificar.

Una nueva serie de televisión, The First Lady, cuenta desde una perspectiva femenina la influencia de primeras damas que vivieron en la Casa Blanca que quizás no eligieron su propio papel, pero llegaron a aceptarlo e influyeron en la historia de manera no suficientemente valorada.

El hecho de que cada vez más mujeres profesionales y bien formadas se conviertan en «primeras damas» abre también buen número de oportunidades para influir en el cambio real de sus países. Resulta saludable que, en algunos países, una persona pueda tener una vida privada separada de su vida pública.

Es el caso de Irina Karamanos (33 años), pareja de hecho, sin hijos, de Gabriel Boric (35 años), nuevo presidente chileno.

Hija de inmigrantes –su madre, uruguaya de ascendencia alemana y su padre, griego, que murió cuando ella tenía 8 años– es antropóloga y activista feminista, licenciada en Ciencias de la Educación y Antropología por la Universidad de Heidelberg (Alemania); domina cuatro idiomas.

Karamanos se puso al frente de la recogida de las 30.000 firmas que necesitaba Boric para presentarse a las elecciones como candidato de la coalición Pacto Apruebo Dignidad. Le ayudó a ganar la Casa de la Moneda –palacio presidencial, una institución de la Corona española– pasando de ser activista estudiantil a líder más joven de América Latina.

Inicialmente, aceptó con reservas ser «primera dama», lo que enojó a muchos partidarios, que veían en su retintín el intento de desmontar una institución. Accedió con la esperanza de poder transformar el «anticuado» papel, heredero de la tradición y la burocracia.

Pensaba que el pueblo no la eligió a ella, eligió a su cónyuge. No se consideraba a sí misma como alguien que dejaría en suspenso sus planes por un hombre. Para más inri, aceptar supondría un trabajo a tiempo completo y sin remuneración.

Trabajó en silencio para replantear lo que significaba ser partner de un presidente. Ideó trasladar –a los ministerios– los cometidos que se le atribuían: dirección de seis fundaciones y supervisión de una red de guarderías, un museo de ciencias y una organización para el desarrollo de la mujer.

Un consejo de doce personas aprobó, por unanimidad, su plan para desvincular la fundación –museo de ciencias– del cargo de «primera dama». Y entonces Karamanos tomó la palabra: «La pareja del presidente se elige para que sea una pareja, no para que sea un presidente de fundaciones».

Irina no es la «primera dama» que se muestra reacia al oropel, pero sí la pionera en indagar los deberes inherentes al cargo. Tras ocho meses de esquivar a la prensa compareció públicamente para anunciar que había cumplido su promesa: «El papel institucional de la primera dama, tal como lo conocemos ahora, terminará».

Quería romper la idea de que solo se puede confiar en un hombre poderoso con una mujer a su lado, para suavizarlo y equilibrarlo. Lejos de ese ensueño, para ella, que carecía de la experiencia necesaria para desempeñar esas funciones, era una cuestión de autonomía, profesional y económica. Y lo explicaba con la honestidad que a la mayoría de la gente no le va a gustar.

Con algunos matices: no se precisa tanta publicidad para continuar con su carrera profesional. No se puede tener las dos cosas: renunciar a la función y dictar cómo debe ser, el oficio sin ella, en el futuro.

No irá a todos los viajes internacionales ni participará en todos los actos oficiales. No asistirá a las cumbres anuales de primeras damas, ni tendrá que disfrazarse, si llega el caso, como quienes lo hicieron en la cena del G20, en Bali.

Tampoco será la primera vez que La Moneda se queda sin «primera dama». Una predecesora, «la mujer presidenta», también conocida como Michelle Bachelet, agnóstica socialista y madre divorciada de tres hijos, en su primer mandato delegó las responsabilidades en dos mujeres políticas y en el segundo mandato, en su hijo.

En ocasión reciente, el recelo inicial a desempeñar un papel «institucional» fue mutando. Es el caso de Olena Zelenska (44 años), primera dama de Ucrania, esposa del presidente Volodimir Zelenski.

Por motivos de seguridad, viven separados. Él reconoce que el amor y el apoyo de ella son absolutamente imprescindibles, y en estos tiempos difíciles «la valentía no tiene género».

Cuenta Olena que, a través de las redes sociales, se enteró de que su marido se quería presentar a la presidencia y no se lo creyó. Le llamó para preguntarle por qué no le había dicho nada, y él, siempre bromista, le contestó: «Lo olvidé».

Reticente en un principio a asumir ese papel, cuando llegó el momento de la campaña electoral, se presentó a su lado para las fotos y los discursos. Desde entonces, trabaja incansablemente por su país, devastado por la guerra.

Convertida durante la invasión rusa en su más cercano y firme aliado, aclaró su posición: «Soy una persona no pública. Pero las nuevas realidades exigen sus propias reglas y estoy tratando de cumplirlas. Prefiero quedarme entre bastidores. Mi marido siempre está en primera línea, yo me siento más cómoda en la sombra. Pero he encontrado nuevas razones y una de ellas es la oportunidad de atraer la atención de la gente hacia cuestiones sociales importantes».

Hasta hace poco guionista en Studio Quarter 95, una productora ucraniana, Zelenska compaginaba su trabajo con los asuntos de Estado. Defensora de los derechos de la mujer, la lucha contra la violencia doméstica y la reforma del sistema de nutrición escolar, infantil, puso en marcha la adhesión de su país a la Alianza de Biarritz, iniciativa internacional de igualdad de género del G7.

Con dos millones de seguidores en Instagram, convertida en un icono de la resistencia, ha pasado de la defensa del feminismo al compromiso con su país, recaudando ayuda humanitaria y trabajando sobre el terreno con las víctimas de la guerra, especialmente los niños.

El concepto de «primera dama» que, en el desempeño de labores discretas y cardinales, ha impulsado el sutil papel de consorte en el imaginario público, es estadounidense, con posterior radiación latinoamericana.

Ese papel le sirvió a Eleanor Roosevelt como plataforma para abordar graves problemas sociales y económicos que su marido o no pudo o no quiso afrontar. Jackie Kennedy dio a la Casa Blanca el glamour y la decoración que merecía y Nancy Reagan vigiló la oficina.

Hillary Clinton, abogado, descartaba un papel «tradicional», como advirtió en un comentario antológico: «No pienso hacer galletas». Michelle Obama fue una primera dama excepcional, que puso sus conocimientos y su pasión al servicio de la gente.

Jill Biden, al mantener su cátedra de composición inglesa, es la «primera dama» norteamericana que tiene un trabajo remunerado fuera de la Casa Blanca. Algo admirable, si no fuese porque no hace más que mantener una larga tradición: la doble tarea de las mujeres. La esposa del presidente de México, Manuel López Obrador, ha continuado con su trabajo como profesora universitaria.

En la otra punta: la esposa del expresidente de Ecuador, Rafael Correa, de origen belga, que se ausentó casi por completo del papel, que calificó de clasista.

A medida que se derriban los obstáculos que sigue encontrando la mujer, habrá que ver estas opciones que, simplemente, expresan autonomía y «búsqueda de la felicidad», como algo positivo e inevitable.

Hartas de que los hombres impongan las reglas, esta es ahora la norma para millones de mujeres enojadas. Lo cual es cierto en Irán y en todo Occidente.

El mundo está cambiando ¿para bien? Eso está por ver.

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