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Francisco Pomares

Inflacionitis

El cerebro humano es inflacionista: prefiere vivir en la inopia, confiando en el valor absoluto del dinero. Es algo que se sabe desde hace poco menos de quince años, cuando la coyuntura económica adversa disparó las investigaciones académicas sobre la percepción sicológica de la crisis. El economista Armin Falk y el neurólogo Bernd Weber iniciaron conjuntamente en 2008 una investigación en la Universidad de Bonn, publicada el año después en Actas de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, PNAS, una de las principales revistas científicas del planeta, que probaba que la llamada ilusión monetaria es el resultado de procesos cerebrales muy concretos. El estudio de Falk y Weber consistió en comparar la reacción de 24 sujetos ante dos escenarios distintos. En uno de ellos, se pagaba a los 24 una pequeña cantidad de dinero, pero con ella podían comprar productos muy baratos de un catálogo. En el segundo escenario, se aumentaban tanto el salario como los precios de los productos un cincuenta por ciento. En un caso y en el otro, a las personas que participaban en el experimento les costaba lo que compraban exactamente lo mismo (en relación al dinero recibido y disponible), y además todos los sujetos eran conscientes de esa situación, porque se les informaba de ella.

Sorprendentemente, sin embargo, el flujo de sangre en el cerebro detectó que en el primer caso –salarios bajos, pero con cero inflación– la actividad en el área del cerebro que gestiona el placer era muy inferior a la que se daba en el segundo caso, lo que vendría a demostrar que nuestro cerebro es inflacionista: aunque sea obvio que la inflación nos empobrece, nos satisface más poder comprar productos a precios más caros. Al parecer, esa ilusión se produce por la percepción de que tener altos salarios –incluso si son salarios castigados por una inflación galopante– es mejor que tener salarios bajos. Es algo completamente irracional, pero es así. Y según el economista Falk, esa ilusión monetaria incongruente tiene un efecto dramático y muy real en el crecimiento de la inflación, porque provoca que la economía se caliente de forma artificial con políticas expansivas, mayores salarios, más inflación, más recaudación de impuestos, más gasto público, más inflación y más consumo a precios más altos y más inflación de nuevo en una escalada muy difícil de frenar que nos lleva al endeudamiento, la pobreza y la pérdida de poder adquisitivo.

Resulta difícil entender que existiendo la certeza contrastada de que la inflación solo se controla reduciendo el gasto, la política en la que hoy andamos instalados en todas partes –no solo en España, no de todo va a tener la culpa Pedro Sánchez– es la de seguir alimentando la inflación con medidas que teóricamente persiguen paliar el sufrimiento de la gente –ayudas al transporte, paliativos para la pobreza energética, aumentos salariales, subvencionar la gasolina, préstamos a las empresas– y lo que hacen realmente es aumentar la espiral inflacionaria. Con eso no gana nadie, ni siquiera un Gobierno que recauda cada vez más gracias a la inflación (veinte millones más al mes en Canarias, por ejemplo).

La única forma de parar esto es desacelerar primero y meter el freno después, enfriar la economía, reducir el gasto público, congelar los salarios, aplicar políticas fiscales para la contención del déficit y la reducción de la deuda, acabar con las ayudas que no sean imprescindibles para la subsistencia… Pero el cerebro de nuestros dirigentes, como el nuestro, también es inflacionista. Y al contrario de lo que les ocurre a los ciudadanos, cada día más pobres, los políticos y sus administraciones disponen de más tiempo para seguir dejando que la inflación crezca. No ocurrirá así eternamente, porque al final o el proceso expansivo se gripa y para, o la economía se hunde sin remedio. Pero en la política de hoy, dos o tres años son una eternidad, y quienes nos gobiernan no están pensando en otra cosa que no sea escapar ese par de años más. Después vendrá la verdadera crisis. Y durará.

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