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Francisco Pomares

Concejal perjudicado

Alejandro Marrero (izquierda) accede ayer al Palacio de Justicia. | | CARSTEN W. LAURITSEN

Alejandro Marrero anunció ayer que presentará hoy su dimisión «por motivos personales». Supongo que ya sabe todo el mundo que fue pillado la madrugada de este pasado viernes más o menos infraganti: andaba al parecer el hombre bebido o colocado o conmocionado, tras haber chocado un coche oficial del Ayuntamiento del que aún es concejal contra el muro de un solar, en la trasera del Mc Donald’s de Los Naranjeros. El hombre abandonó el coche, sin apagar el motor y lo dejó con las puertas abiertas y alguna documentación oficial dentro. Fue visto deambular por la mediana de la carretera a la altura de Tacoronte, y la Guardia Civil de Tráfico procedió a su identificación, aunque no se le practicaron pruebas sobre consumo de alcohol u otras sustancias porque esas pruebas no se hacen a los peatones. Si es usted peatón, se supone que no pone en peligro a nadie por ir con cuatro copas o dos canutos de más. La Guardia Civil no facilitó los datos del peatón desorientado, ni tiene porque hacerlo, aunque aquí se aplica aquello de «blanco, líquido y en botella, leche». Y encima el hombre iba de chaqueta y corbata, como un concejal cualquiera…

Lo más probable es que Alejandro se fuera con unos colegas de farra, bebiera más de la cuenta, no fuera del todo consciente de su estado, decidiera conducir, se estampara con el coche y se quedara algo tarumba tras el choque. El pobre hombre tuvo bastante suerte, dentro de lo que cabe, porque podía haber causado una desgracia por conducir sin estar en condiciones de hacerlo o incluso haber sido atropellado él cuando transitaba por la carretera. Afortunadamente no pasó nada de eso, ni hay víctimas que lamentar: esto no es el escándalo de Chappaquiddick, cuando Ted Kennedy cayó con su coche a las aguas de la bahía y en el trance murió ahogada su secretaria. Este es un asunto de orden menor, que debería resolverse con una multa y unos cuantos puntos del carné, y también –para satisfacer a los que siempre están dispuestos a tirar la primera piedra- con algún amago de reprobación pública, porque podría haber ocurrido algo grave. Pero no ha pasado, y a la gente no se la puede condenar por lo que no ha sucedido.

Precisamente porque no ha pasado nada, más allá del taponazo de un coche de uso oficial utilizado para llevar a la niña al cole, ejem, o para irse de sarao una noche de viernes –algo probablemente reprobable, pero no trágico- es por lo que cuesta entender la primera reacción del concejal, que –en lugar de reconocer que la había pifiado- prefirió divulgar la especie de que le robaron el coche, añadiendo a la nocturnidad el embuste. En una sociedad más intransigente con la mentira que la nuestra, el concejal habría dimitido, pero no por haberse tomado dos -o cuatro, o seis- copas de más (a cualquiera le puede ocurrir, por eso se multa pero no se fusila a quien se emborracha y aun así sigue conduciendo), sino por inventarse una trapisonda para eludir su responsabilidad.

La nuestra ha sido tradicionalmente una sociedad tolerante con los errores de los demás –sobre todo cuando no media la política-, y estoy seguro de que este hombre sólo habría tenido que aguantar un pequeño chaparrón si hubiera admitido sobre la marcha lo que ocurrió, pagara la multa que le corresponda, y procurara no reincidir en lo de conducir beodo o fumado. Pero es también cierto que -desde hace algunos años- estamos permitiendo que nuestra respuesta ante el error ajeno se convierta en algo inquisitorial y mezquino. La cultura actual de cancelación del pecador y la purga pública de sus yerros nos está convirtiendo a todos en asesinos especializados en la liquidación moral de cualquiera que la pifie, sobre todo si quien se equivoca no es de los nuestros.

Señor todavía concejal… entiendo que este es un trago más amargo que los de la otra noche, pero no se enrede usted en lo del robo, silencie a los que exigen que sea usted flagelado públicamente. No persista en negar algo que puede pasarle a cualquiera. A cualquiera que conduzca perjudicado, al menos.

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