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Sangre de drago

Un pequeño hombre de Vilaflor

Municipio de Vilaflor E. D.

Cuando se abre un libro de historia que trata una época concreta, en medio de descripciones y datos generales, suelen citarse personajes significativos que tuvieron una repercusión especial en la vida de la sociedad. Sin embargo, la mayoría de las personas que vivieron en ese lugar y en aquel tiempo pasan desapercibidas. A eso me refiero al calificar de pequeño hombre al José que nació, como tantos otros nacieron, en la Vilaflor en el siglo XVII. Un pastor en una zona rural del sur de la isla de Tenerife.

Pero, como las semillas, colocadas en la tierra adecuada transforman su pequeñez en la altura del árbol o de la planta que llevan codificada en su germen. Así ocurrió con José de Betancour (1626-1667). Un pastor tinerfeño que puso en marcha en Centroamérica aquellas primeras escuelas que no hacían distinción entre pobres y ricos, negros, indios o blancos, niños o niñas. Un pastor tinerfeño que inició la primera experiencia de atención sanitaria a convalecientes de toda América Latina. El pequeño pastor que fundó la primera Orden Religiosa del Nuevo Mundo.

La pequeña semilla fue sembrada adecuadamente y, desde la pequeñez de un terciario franciscano, fructificó como un roble gigantesco que derramaba más sombra de la que sus vecinos hubieran imaginado. Guatemala en concreto, pero todo Centroamérica en general, fue testigo de su labor social y caritativa desde una sencilla experiencia de vida cristiana. Un gigante, sí.

Traigo a estas páginas la memoria de este hombre de bien esta semana porque un grupo de mujeres y hombres de la ciudad de La Laguna, amigos de la Catedral, han empujado tanto y de tal manera, que han logrado convertir su memoria en arte, y colocar una imagen preciosa de este santo pequeño y enorme en la capilla de La Candelaria del templo Catedral. Cosas pequeñas, hechas por gente sencilla, que mantienen la memoria de los gigantes de la historia que nos siguen motivando a convertir la vida en don para los demás. Una iniciativa que merece felicitarse.

La santidad no es una cualidad de algunas almas especiales. Es patrimonio de quien quiera abrirle posibilidad al Bien en su existencia. Con razón nos recuerda el Papa Francisco la «santidad de la puerta de al lado», de las distancias cortas y de la clase media. No hay clases altas y clases bajas en las páginas hagiográficas del Calendario Romano. No hay santos y santitos, grandes y pequeños. Todos son gigantes porque su pequeñez fue sembrada en el tiesto adecuado y de la manera oportuna.

Hubiera sido importante que la Universidad de La Laguna aceptara la creación de aquella Cátedra de Solidaridad que le fue propuesta y que llevaba el nombre de este gigante de la acción social en la América española del siglo XVII, completando otras que llevan el nombre de José de Anchieta, Viera y Clavijo, etc. Porque cuidar la memoria de los nuestros es cuidar los cimientos de la identidad social. Mucho más, si cabe, cuando su labor de ayer sigue siendo necesaria hoy.

No pierdo la esperanza de que sigamos cuidando, de esta o de cualquier manera posible, la memoria de estos tesoros personales que nacieron entre nosotros y que son estímulos para todos e intercesores para quienes quieran.

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