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Observatorio

Un mal irreparable

Un mal irreparable

No será porque nadie avisó. Muchísimos penalistas y otros juristas advertimos de que la reforma, pese a sus excelentes intenciones –de las que no cabe dudar–, iba a dar un margen de maniobra excesivo a los jueces que podía hacer, primero, que se juzgaran agresiones sexuales con penetración con un mínimo de pena de cuatro años, cuando la mínima anterior era de seis. O incluso en casos de especial violencia, siendo la pena mínima anterior de 12 años, ahora pasaría a ser de siete. Hubo indignación por parte de varios penalistas que dieron su opinión durante el proceso de reforma y que fueron ninguneados, probablemente por las prisas, pero sobre todo por fijarse demasiado solamente en el tan repetido sí es sí, que desde luego tenía su destacada relevancia, pero que también tenía problemas interpretativos de enorme calado que eran claramente contraproducentes para la protección de la mujer desde una perspectiva estrictamente feminista.

Todo ello era insólito en una ley, la penal, que cualquier jurista sabe que debe estar regida por el principio de taxatividad, es decir, por una extrema precisión, a fin de evitar no solo excesivos márgenes de interpretación judicial, sino para impedir que la ley tenga efectos favorables –o perjudiciales– para el reo en casos no deseados por el legislador, como es el actual. Pero no hubo manera de redactar una norma más cerrada y sobre todo certera. Ni siquiera se elaboró una disposición transitoria para prever los límites de la interpretación judicial cuando se revisaran las condenas ya impuestas, a la baja, por supuesto, porque así lo exige el principio pro reo. Es un principio derivado de un derecho fundamental de ámbito mucho más general: la presunción de inocencia. Cualquier duda interpretativa debe resolverse a favor del reo. Es la clave de bóveda irrenunciable de todo el proceso penal desde hace casi 2.000 años.

Ahora el daño ya es irreparable. Todos los reos que puedan se acogerán a la reforma y va a ser muy difícil que los jueces lo eviten. Pero el problema no son las penas y su gravedad. Desde Beccaria (siglo XVIII) sabemos que las penas duras no suelen ser disuasorias, tampoco la pena de muerte. Al contrario, cuando de lo que se trata es de cambiar la mentalidad social para que no se banalice una conducta delictiva, solo son eficientes la educación, las campañas mediáticas de concienciación y los programas de reinserción de los agresores sexuales, y estos últimos suelen tener bastante más éxito de lo que se cree.

Pero al margen de ello, lo principal en estos casos es la víctima. Es increíble que aún a día de hoy la víctima se vea obligada a declarar al menos cuatro veces sobre lo sucedido: ante el médico, la policía, el juez de instrucción y el juez que juzgará el caso. Hace ya cierto tiempo que diversa normativa internacional sugiere que la víctima de una agresión sexual declare una sola vez, no en un interrogatorio, sino en una entrevista cognitiva ante un psicólogo, con todas las garantías para protegerla. Esa es una de las reformas esenciales y urgentes que aún no se ha hecho. La sociedad en general ha de saber que los jueces no tienen poderes adivinatorios, y que por mucho que presencien el interrogatorio de la víctima, carecen de la formación científica necesaria para evaluar esa declaración. Mucho menos tanto tiempo después como suelen celebrarse los procesos. El tiempo es un enemigo de la memoria, como enseña la psicología del testimonio. Por ello, debe obtenerse el testimonio de la víctima en la entrevista cognitiva, no a través de su interrogatorio judicial. Lo contrario es revictimizarla cruelmente una y otra vez.

Los diputados de un Parlamento deberían dejar atrás la antidemocrática «disciplina de voto» y enterarse de una vez de lo que están votando, asumiendo la responsabilidad que les corresponde. Tal vez así dejaremos de perder el tiempo con reformas con exclusiva vocación electoralista y las autoridades se ocuparán de proteger a la víctima en todos los sentidos –indemnización, búsqueda de trabajo, entorno social, atención psicológica, etcétera–, dejando de lado el debate de la pena. En otros países las penas son mucho menores y sí se obtiene esa protección, porque se han preocupado legislativamente de ella.

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