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Juan Cruz Ruiz

Notas de un Espectador

Juan Cruz Ruiz

El sello del Partido Comunista de España

Sello del partido comunista.

Hubo un tiempo en España que solo se decía la palabra comunista para señalar a un reo. Era el adjetivo más peligroso de todos los que repartió la dictadura para poner el dedo sobre la cabeza del enemigo. El primer comunista al que conocí no sabía que era comunista. Estaba enamorado de Cuba, y de su Revolución, de la que me enamoré yo también. Me llevaba a los barcos cubanos que pasaban por Tenerife; como representaba empresas farmacéuticas, subía a bordo una ingente cantidad de medicamentos, se quedaba a comer (arroz con huevos fritos) con los marineros y me llevaba a mí como si fuera una mascota. Yo era un adolescente, tenía la ilusión de leer y él me daba libros que a su vez le daban a él aquellos soldados de marinería revolucionaria. Me hice procubano por él, por su entusiasmo, que poco a poco fue también la alegría de algo que ya no tenía tanta importancia para él. Se fue cansando de los viajes a los barcos, pero nunca se cansó de Cuba.

Uno de aquellos libros se titulaba Así en la paz como en la guerra, había sido escrito durante la Revolución por Guillermo Cabrera Infante y yo lo he guardado como una reliquia inolvidable, aunque su autor lo repudiara cuando dejó Cuba y fue perseguido (de muchas maneras) por los que habían sido sus compañeros de Revolución. Aquel pequeño volumen estaba editado primorosamente por las planchas de las imprentas revolucionarias. Consistía en retratos de distintos sucesos acaecidos durante la batalla contra el dictador Batista. No era literatura de panfleto, el talento de Cabrera Infante no lo hubiera permitido, sino gran literatura, exacta y honda, ajena a las muy atrevidas sintaxis del que fue inmediatamente después autor de Tres tristes tigres, una de las grandes novelas de la segunda mitad del siglo XX hispanoamericano.

Yo leí ese libro como si descubriera el mundo, o los mundos, junto a la carpintería que montaron unos jóvenes en la parte de debajo de mi casa. Eran alquilados, pero como estaban allí, en mis dominios familiares, una vez instalados les pedí que me hicieran una estantería. La hicieron, y allí puse, en primer lugar, aquellos libros maravillosos. Los únicos que hubo en casa, hasta que el Instituto de Estudios Hispánicos del Puerto de la Cruz me prestó obras de Dickens, Verne y el padre Coloma. Un día me dijo mi hermana Carmela: «Ese mueble no lo vas a llenar tú en tu vida». Ella luego me guardó esa estantería como el primer juguete serio de mi vida. Después, muy pronto, conocí a Cabrera Infante y a su mujer, la actriz Miriam Gómez. Vivían en Gloucester Road, Londres, y después de conocerlos, en circunstancias que ya he contado muchas veces (Guillermo no hablaba, sufría las consecuencias de una crisis nerviosa, causada por los traumas cubanos), nos hicimos grandes amigos, y mi admiración, como lector, como editor que fui suyo, no cesó ni cesará.

Cuba me dio muchas alegrías, hasta que fui a la isla en torno a 1990 con mi amigo Diego Talavera y vi definitivamente el revés y el derecho de aquella Revolución que no consiguió mantener mi fe en que hubiera un rostro humano del comunismo en la patria que nosotros considerábamos, en sus primeros años revolucionarios, como el emblema de nuestras ilusiones de generosidad de la cultura comunista. Porque aquella había sido, para nosotros, para muchos de nosotros, también para los que no éramos comunistas, una esperanza para que lo que no estaba dotado el capitalismo. Este no es sitio ahora para explicar qué fue, qué ha sido, qué es el capitalismo para las distintas generaciones con las que he convivido, pero sí es momento quizá para contarles por qué, queriendo que ganara la partida de la historia aquella revolución que al fin fue comunista, nunca fui comunista.

No es tan importante, esta no es una confesión dolorida. No lo fui por cobarde, porque quizá no sabía qué era militar y porque demasiado pronto me puse a trabajar en este oficio, que de alguna manera rechaza a todo aquel que defiende con ardor cualquier ideología política. Un periodista es solo militante del libro de estilo, y el comunismo (como otras militancias igual de absorbentes) impide otra cosa que la obediencia a las normas del partido. Pero en la Universidad de La Laguna y en otras zonas en las que en la época coincidía con comunistas algunos compañeros de las distintas facultades me insistieron para que fuera militante del partido, y entonces el partido era uno solo.

He contado alguna vez que el primero que me insistió en la importancia de que militara fue Manolo Galarreta, que gastó horas caminando a mi lado en la zona de pasos perdidos de la vieja universidad para ofrecerme un ramillete de razones por las que ser comunista era lo adecuado para demostrar que además de periodista iba a ser un ciudadano antifranquista y comprometido como tal. A él y a otro comunista universitario, que persiguió parecidos cometidos de convicción, les dije lo mismo: dependía mi familia, en parte, de lo que yo ganaba, y si caía en la cárcel ese ingreso se esfumaría. Entendieron de distinta manera mi explicación (uno de ellos dijo que yo ya era un pequeño burgués) pero no tuve modo de mejorar mi decisión, que seguramente los decepcionó para siempre. Años después uno de los dos, Galarreta, se hizo de Vox, pero ya en esas circunstancias no tenía razones para pedirme que me hiciera otra vez militante de sus filas.

Aun así, jamás tuve nada contra el comunismo ni contra los comunistas. Al contrario. En mi larga temporada en El País fui un gran admirador de Manolo Azcárate, en Triunfo coincidí con admiración y alegría con Nicolás Sartorius, conviví con muchísimos comunistas, e incluso fui muy próximo, en reuniones y en simpatía, a Santiago Carrillo, que por cierto tuvo con la Transición española un comportamiento decisivo e inolvidable. Jamás fui anticomunista, nunca lo seré, y no dejo de saber que aquel partido del que me hablaba, sobre todo, Galarreta, fue causante de dolor en la URSS, por ejemplo, y en otros satélites de lo que fue el poder estalinista.

El comunismo, pues, tiene mis respetos. Esta reciente noticia, aliviada anteayer, de que la propuesta de celebrar el centenario del Partido Comunista de España con un sello de Correos había sido derribada por una jueza a instancia de unos sedicentes cristianos iba a ser desestimada me llenó de indignación y de desasosiego. El comunismo trabajó por la paz de Europa, contra los fascismos, fue decisivo en la lucha contra el franquismo (añorado también por los que habían guardado silencio ante la prohibición judicial de aquel sello) y sin su concurso no se hubiera logrado la Transición ni se hubieran preservado colores de la bandera. Y no es que la bandera me importe mucho (ninguna bandera), pero si Carrillo no la hubiera abrazado, este país hubiera tenido más grillos que los que tiene.

En fin. Se salvó el sello del centenario, yo me he alegrado y creo que ahora escribiré alguna carta postal para poder poner en el sobre la bandera de la que nunca formé parte. Ni cuando era procubano.

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