eldia.es

eldia.es

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Juan Cruz Ruiz

notas de un espectador

Juan Cruz Ruiz

Alántico, Atlántico, La Mar

Alántico, Atlántico, La Mar

Leído este viernes en el Ayuntamiento de San Sebastián de La Gomera, con motivo del Festival SOS Océanos

La Gomera era la más marina de las islas, hasta que tuvo aeropuerto.

Los pueblos estaban desconectados entre sí. Las lanchas y los burros juntaron la tierra. La isla misma, la que Colón utilizó como eslabón entre África y América, era una mancha imprecisa en el mar, un faro en el Atlántico. En un tiempo, en mi casa, ese mar, al que se llamaba mar, no era un océano sino la mar, y mi madre en concreto lo llamaba el Alántico, sin te, y sin te lo dice la mayor parte de la gente que yo conocí y escuché hablar junto al Penitente, la más impresionante vaguada de mar, la más peligrosa, que viví en mi infancia. Cuando por primera vez fui a La Gomera descubrí los barcos y la inmensidad del mar, la presencia maravillosa de las rocas, el sonido del silencio en la Plaza de los Grandes Árboles.

La Gomera era, al fin del mar, una inmensa mole, una piedra depositada allí por la historia, un lugar como deshabitado de cuyos montes bajaban silbos y llantos o demandas de animales de leche, cabras, cabritas. Los hombres venían detrás, las mujeres iban y venían en burros, mucha gente se escondía detrás de las ventanas chiquitas, de madera desnuda. Salir al mar, en aquellos años, cuando todo parecía pendiente de inaugurarse, era una aventura de noche. Escapabas de la ciudad de Santa Cruz, entonces un lugar de noche cerrada a esas horas, y buscabas el camino del correíllo, donde ya estaban dispuestos, soñolientos, los comerciantes de la isla de Tenerife o aquellos que volvían a La Gomera con vituallas, y todo ya olía a la isla que dibujó Colón en su mapa.

Viajar entonces era desafiar el mar. Luego vendrían motores potentes, servicios a bordo, comidas como las de los drugstores norteamericanos, teléfonos móviles y rasgueos de guitarras de rock, de gente que provenía de las noches de la isla grande; pero en aquel entonces yo recuerdo subir los escalones casi de tierra, como de madera triste, de la vereda débil que conducía al barquito. Parroquianos que habían venido a cumplir un encargo se situaban en ese espacio que en los barcos están dispuestos para las despedidas, pero abajo no había nadie, un vacío total decía adiós. Yo miraba alrededor, paseando mi desconcierto adolescente por la cubierta en la que no había más que cuatro pelagatos, incluido yo mismo. La gente se iba acomodando adentro, preparándose para que el mar no despertara, y yo mismo estaba allí, buscando ese sitio improbable en el que no hubiera sino un ligero vaivén.

Les preguntábamos a los viajeros más viejos si todo se iba a mover igual cuando ya estuviéramos en la parte en que el barco era, respecto al mar, una miniatura. Lo que me dijeron, en este caso, era atronador, casi una burla. “Qué se creerá este monifato qué es el mar”. De todos modos, escuchada la burla, busqué mi sitio. Nadie tenía asiento, ni en la baranda, de pronto todo se había llenado de campesinos callados, de personas que venían del médico, y de comerciantes sin excesivo porvenir. Decían que una vez había viajado un hombre de Puerto Santiago, en dirección a Santa Cruz, provisto de un pez enorme, agonizante. Era un mero como no había otro en ninguna de aquellas orillas, ganado al mar bravío en costas de aquellas cuevas de mar que era por allí la isla.

El mero era mucho más que un simple hallazgo, un anzuelo y ven acá pez del carajo; costó arrimarlo a la zona de vida en que los peces se mueren. Costó, decía aquel señor que lo transportaba de isla a isla, quintales de fortaleza, y allí estaba él, exhibiéndolo, porque un bicho así, eso dijo, no se rinde ni muerto. Quien contaba ese cuento, subido al barco, estaba echado en lo que parecía un camarote de mentira, fumando un habano y riendo para dejar ver sus dientes oscurecidos por el tiempo, decía que todo era verdad, y yo me paré a escucharlo, para contarlo luego. Cuando él nos introdujo en la hazaña del viejo que llevaba el mero el barco empezó a zarpar.

El sonido de los barcos al zarpar es como un vals rabioso, inesperado, pues las olas hacen bailar al navío, y como este o es joven o es pequeño de pronto todo lo que hacen las olas es adormecerlo a golpes de marea. Mucha gente a mi alrededor empezó a gritar como si se estuviera derrumbando sobre nosotros un estanque de salitre, pero la carcajada del hombre que venía contando la historia del viejo que llevaba un mero nos hizo creer a algunos que nada iba a pasar más que mareos.

Era mar para marear.

Luego hice muchos viajes, en los mismos correíllos, en ellos yo mismo conté el cuento del mero, el cuento de nunca acabar, vi subir a peninsulares, luego a turistas alemanes o ingleses, gentes con macutos, una vez vi subir a una mujer muy conocida, que sería aun más conocida, la canciller alemana Angela Merkel, y vi también deportistas y escritores, y mercachifles y sabios, y siempre iba cambiando la vestimenta del mar, gente distinta cada año, pero el amor era inacabable, seguía siendo el mismo y también inacabable. Hasta que vinieron los viajes del Benchijigua de Olsen y luego los de Armas, los barcos eran iguales a sí mismos, ya no eran frágiles como niños de escuela, y esas olas de que nos atemorizaron las primaveras veces eran como cantos de sirena o de ballena o de toros, pero nosotros ya sabíamos de dónde demonios venía ese lenguaje del mar.

El mar nos enseñaba a no tener miedo al mar. Don Manuel Padilla, que profesaba la ciencia del escepticismo en la Plaza de los Grandes Árboles, solía decir que quien no ha hecho una travesía no sabe lo que es el alma de salitre de los gomeros. Él nos contó historias de ahogados, de hombres ahogados sin remedio, de mujeres pariendo sobre el mar, las lanchas volando sobre la espuma para que aquellas jóvenes que traían hijos a la isla no perecieran en el intento de ser madres de gomero.

Daba gusto escucharlo, como daba gusto, decía, ver explicar a aquel viejo para qué hacía esa travesía manteniendo en el aire, como para que no se rompiera, el famoso mero del chiste. En tierra firme, como aquel parroquiano se había dormido, con los vaivenes implacables del mar, fue don Manuel el que terminó de contar lo que aconteció con el pescado que parecía un habitante animado de las alucinaciones colombianas de Gabriel García Márquez.

Habíamos bajado los macutos, ninguno de nosotros era capaz de explicar los distintos miedos que produjo la mar. El miedo a morir, sobre todo; un miedo que era un bofetón de agua salada, yo me agachaba debajo de los útiles de pesca que llevaba cualquier marinero de orilla y así pasaba parte de la travesía, de vez en cuando sentía que renacía, en esos momentos en que el mar, la mar, cubría por completo esa vaina de aire que es la superficie de un barco cuando sólo obedece al viento, creí que era el último momento de mi vida. Así que cuando llegué a tierra y dejé el miedo en la voz, me obligué al silencio y me fui con los otros estudiantes a refugiarme bajo la sombra de los Grandes Árboles.

Don Manuel me vio sentado en el suelo, al lado de los dátiles rotos por los pies de la madrugada, y me dio la mano para que me sentara junto a su guitarra, que había sonado hasta momentos antes, tocaba por otro. Él me preguntó qué me pasaba, por qué tiritaba en tierra firme. Lo miré avergonzado, me reburujó el pelo, “que estaba de coña, cacho bobo”. A uno de los que le reían las gracias se le ocurrió ponerlo aun más cerca del tono de burla que traía de la larga noche en la plaza, y le dijo, improvisando, que por qué no nos contaba lo de aquel hombre que viajaba con un mero enorme para regalarlo en Santa Cruz. Yo me quedé lelito escuchando, pero esto fue lo que dijo don Manuel:

-A quien sufre de mar yo no quiero decir coñas.

Entonces me levantó del asiento, llamó a los otros chicos y nos llevó a todos a la orilla, amanecía.

-Entren juntos, báñense, no hay mejor alimento que la sal después del miedo.

Compartir el artículo

stats