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observatorio

Justicia y política

El presidente Torres, Antonio Garamendi (CEOE) y Agustín Manrique de Lara (CCE), en la firma para la constitución de la oficina iberoafricana.

En unas declaraciones publicadas en un periódico de ámbito nacional el pasado 1 de septiembre, Pedro González-Trevijano, presidente del Tribunal Constitucional (TC), afirmaba lo siguiente: «Los juristas somos casi todos gente conservadora, porque el Derecho es una ciencia conservadora». ¿Es esto cierto? A bote pronto, podrían citarse nombres de insignes maestros del Derecho a los que no cuadraría el calificativo de conservadores: Hans Kelsen, Norberto Bobbio, Manuel García Pelayo, Francisco Rubio Llorente, Stefano Rodotà, Francisco Tomás y Valiente, Luigi Ferrajoli… y tantísimos otros. Resulta verdad, sin embargo, que el Derecho es una ciencia conservadora, aunque no en el sentido político y socioeconómico del término. En un Estado democrático de Derecho, la misión de todo intérprete jurisdiccional consiste en «conservar» –vale decir, «preservar»– el ordenamiento jurídico frente a disposiciones y actos inválidos. Ello se consigue mediante un juicio técnico, realizado fuera del marco de las convicciones ideológicas, religiosas o éticas del hermeneuta, que ha de dejar al margen de su labor todo apriorismo extrajurídico. ¿Es entonces el Derecho una ciencia «obediente», como a menudo se dice? Lo es: obediente a la norma, que la interpretación estrictamente jurídica ha de proteger y no tergiversar; y obediente al legislador, que procede directamente de la elección ciudadana.

Pero, se dirá, ¿ocurre siempre así? ¿Qué pasa con las etiquetas de «progresistas» o «conservadores» aplicadas a los jueces por los medios de comunicación? ¿Son los calificados de tal guisa, unos y otros, jueces prevaricadores, en tanto que jueces contaminados ideológicamente y que trasladan a las resoluciones judiciales, de manera perfectamente consciente, sus prejuicios valorativos? Ser de derechas o ser de izquierdas, ¿impide realizar adecuadamente la función judicial? ¿Cabe dictar sentencia con arreglo a un programa político o de transformación social? Entender esta cuestión es sumamente importante, ya que responder correctamente a tales interrogantes permite «comprender» a fondo los esfuerzos que los poderes políticos y sociales realizan en orden a controlar la impartición de justicia.

Quienes integran los miles de órganos del Poder Judicial o quienes componen el Tribunal Constitucional tienen, obviamente, sus respectivas convicciones ideológicas, filosóficas o religiosas, que la Constitución garantiza a todos los individuos, y por tanto también a los jueces y magistrados. Nacemos en el interior de una familia y, consiguientemente, de un concreto medio social; y, sin necesidad de incurrir en determinismo alguno, poseemos una concepción del mundo y de la vida que en buena medida resulta característica de ese medio. ¿Influye esto de forma capital a la hora de impartir justicia? Sin la adecuada preparación técnica, así ocurriría inexorablemente. Lo cual sería peligrosísimo, porque los juzgadores también crean Derecho al aplicar la legislación a los casos concretos. Por eso los jueces, que son además independientes de todos los demás poderes, no lo son con respecto a la ley, a cuyo único «imperio» se encuentran constitucionalmente sometidos. He aquí algunos ejemplos.

1) En un litigio arrendaticio por impago de la renta, ¿debe el juez fallar siempre a favor del inquilino, que suele ser la parte socialmente más débil, incluso hasta extremos dramáticos? Obviamente no: a diferencia de lo que ocurría en los orígenes del Derecho Soviético, en nuestro Estado no existe una «justicia de clase». Es al legislador democrático y no al juez a quien corresponde establecer la política social en materia de alquiler de vivienda, sin perjuicio de la interpretación judicial de las leyes de conformidad con la Constitución (que reconoce «el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada») y con la jurisprudencia constitucional. Nuevamente se advierte que el Derecho es un saber técnico, no un artificio ideológico.

2) ¿Denegará un juez católico, para quien el matrimonio es indisoluble, una demanda de divorcio fundamentada legalmente? Desde luego que no, ya que las convicciones religiosas del juzgador son completamente irrelevantes frente a los derechos concedidos por las leyes, ante los cuales, por cierto, no puede el juez esgrimir su libertad de conciencia. Lo propio ocurre en muchas otras materias, como la celebración de matrimonios entre personas del mismo sexo, etc.

3) Ahora bien, pensemos en un magistrado del TC llamado a pronunciarse sobre la ley que despenaliza, en determinados supuestos y circunstancias, la interrupción voluntaria del embarazo. Es esta una cuestión vidriosa (bastante más que la ley de eutanasia, donde solo nos hallamos ante el interés de un único ser vivo), en la cual afloran de inmediato las creencias y resulta más difícil debatir en términos exclusivamente jurídicos. Y sin embargo solo desde la argumentación jurídica cabe alcanzar un acuerdo del colegio de magistrados constitucionales. El jurista de un Estado democrático debe partir de la convicción de que las normas éticas derivadas de los códigos morales, religiosos o ideológicos no pueden, en una sociedad pluralista, ser trasladadas en su integridad a la legislación penal, que es una legislación de mínimos, es decir, reflejo del consenso social más básico. Ninguna solución de las imaginables en semejante litigio puede, pues, satisfacer plenamente a todos: ni cabe inclinar la balanza exclusivamente del lado de la libertad irrestricta de la mujer sobre su propio cuerpo, ni ese cuerpo es sin más territorio libre para la acción instrumental del Estado. Ser juez obliga a decidir también casos límite de este tipo: y a decidir rápido, no doce años después de haberse planteado el recurso de inconstitucionalidad. También obliga a decidir no de acuerdo con las normas morales, sino según las normas jurídicas. El saber técnico de los magistrados se enfrenta en esta tesitura a un gran desafío: el de encontrar, al margen de las contiendas ideológicas o religiosas, una solución basada en una argumentación jurídica persuasiva.

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