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El lápiz de la luna

Aquella gente

El Corte Inglés. eldia.es

El otro día sonó el timbre de mi casa. Caminaba por el pasillo y, por un instante, me quedé parada con la intención de ir a averiguar quién llamaba. Pero seguí mi camino con la certeza de que nadie de mi interés, ese día y a esa hora, vendría a visitarme. El timbre sonó por segunda vez mientras yo continuaba con mis quehaceres. Entonces me acordé de ellos. De los vendedores ambulantes que, antiguamente, iban de casa en casa vendiendo enciclopedias, calderos y todo trasto que pudiera necesitar una familia. Aquella gente, muy educada y bien vestida, se pasaba la jornada de puerta en puerta repitiendo el mismo discurso: «Mire, señora, esta enciclopedia para que los chiquillos estudien». «Mire, señora, este juego de calderos con acabado en fibra de oro que mantiene el calor dos veces más que otros calderos». «¿Y qué le parece llevarse un regalo por asistir a la reunión en la que presentaremos la nueva aspiradora de tres potencias?». Eran incansables los vendedores. Eran El Corte Inglés con patas. Yo recuerdo escuchar a mi madre aceptar la compra de varias enciclopedias que podría pagar en cómodos plazos y también recuerdo cómo esas enciclopedias, ordenadas alfabéticamente y con la letra chiquita chiquita, supongo que para que cupiese todo lo importante que puede caber en un libro, me sirvieron para hacer más de un trabajo para el colegio en aquellos años en los que aún no había llegado Internet a secuestrarnos la voluntad. Todo eso pensaba por el simple hecho de haber escuchado el timbre de mi casa cuando no procedía que sonara. Seguí revolviendo en los cajones del recuerdo de mi cerebro y pensé que por aquella época se le abría la puerta a todo el mundo. Uno no se quedaba con la duda de desvelar qué misterio se escondía detrás del «Ding-dong». Podía ser la vecina que venía a beber café, un amigo para que salieras a la calle a jugar a polis y cacos o la gitana que vendía tres «toballas» por cien pesetas, pero ella venía solo los sábados a las once de la mañana. También estaba el hombre del pescado, que, con una canción con muy mala rima acompañada con el sonido de un caracol gigante, describía qué pescado fresco traía ese día. Además del panadero, que sabía a la perfección cuántos panes compraba cada familia y antes de que tú abrieras la puerta tras escuchar la pita, ya estaba él parado ahí con una sonrisa y los seis panes (es que en mi casa éramos muchos y muy paneros). Ay, pero mi preferido era el hombre de los helados, que tenía una Renault Express roja con una musiquita chinchosa y pasaba por el pueblo los sábados y los domingos a la hora de la película de sobremesa. Allí íbamos todos los chiquillos de la calle con el plato a comprar los helados que el señor nos colocaba con la bola rosa y amarilla boca abajo y el cucurucho hacia arriba. Éramos un poco más confiados en aquella época. No había esa inquina que nos envuelve en estos tiempos en los que parecemos más cerca digitalmente y, en cambio, estamos tan lejos en cuestión de piel. El timbre no sonó más. Yo seguí a lo mío. Y esa gente volvió a los cajones correspondientes de mi memoria.

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