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Observatorio

La recesión democrática

España es una democracia plena, como lo atestiguan los informes de referencia, pero retrocede posiciones y corre el riesgo de tomar una deriva autocrática

La recesión democrática. El Día

La tormenta desatada por la guerra de Ucrania y la crisis energética que alienta Vladímir Putin para debilitar la respuesta conjunta de la Unión Europea (UE) ha ennegrecido las previsiones económicas en términos de inflación y crecimiento. Estamos técnicamente en puertas de una recesión de la que aún no podemos prever su duración y su intensidad. Paralelamente otra recesión, en términos de democracia política, se había iniciado mucho antes. La invasión de Ucrania, desde esta óptica, es una de las consecuencias de esta recesión democrática: la democracia autoritaria de Putin se ha convertido en una dictadura.

Los nuevos regímenes iliberales, definidos con el oxímoron de democracias autoritarias, se miraban en el espejo de la Rusia de Putin. Es este el caso de la Turquía de Recep Tayyip Erdogan, un país miembro de la OTAN y aún teórico candidato a la adhesión a la UE. El problema está en que no solo esta deriva se ha producido a las puertas de la Europa política, sino también en su interior, con los casos de Polonia y Hungría como referentes. Se trata de una extrema derecha 2.0, en expresión del investigador Steven Forti, que progresa, así en el sur como en el norte: Giorgia Meloni en Italia y Jimmie Akesson en Suecia.

El caso de la Hungría de Viktor Orbán es paradigmático. Así lo constató el Parlamento Europeo el pasado 15 de septiembre al aprobar una resolución en la que se afirma que Hungría no es una democracia plena: se ha convertido en un «régimen híbrido de autocracia electoral», es decir, un régimen en el cual se celebran elecciones, pero que no respeta las normas y los valores del Estado de derecho. No es la primera vez que la Eurocámara reclama a la Comisión Europea que actúe para frenar la deriva de uno de sus estados miembros –lo hizo ya en el caso de Polonia–, pero el término empleado ahora –autocracia electoral– define mejor estos regímenes que el de democracia autoritaria que, como todo oxímoron, es una contradictio in terminis.

Es evidente que no puede haber democracia plena sin separación de poderes, respeto de los pluralismos –político, informativo, religioso–, salvaguarda de las minorías y garantía efectiva de derechos. Es un hecho también que desde el anterior ciclo de crisis económica han ido emergiendo regímenes autoritarios, de distinto signo y bandera, que tienen en común la cerrazón identitaria, la agitación de los miedos y los tics atávicos, el discurso nacionalpopulista, la deslegitimación del adversario y el auge de la xenofobia. Estos ingredientes se han utilizado en todas las latitudes, de la América de Trump a la India de Modi.

Hay que recordar, como explica el escritor y diplomático José María Ridao, que las democracias liberales no pueden fundamentar el poder político en principios trascendentes (religión, clase social, etnia) sino en el respeto a las instituciones del Estado de derecho. No hay que pensar la nación, sino ordenar el Estado. Tarde o temprano, como he venido escribiendo, se planteará la necesidad de introducir en las constituciones el concepto de segunda laicidad, es decir, la laicidad en el terreno nacional: que nadie, en ningún lugar, nos obligue a tener que decidir sobre sentimientos o principios trascendentes, pero que actuemos todos en función del código compartido de derechos y deberes de ciudadanía.

Mientras tanto, aterricemos en la realidad más prosaica de la política española. España es una democracia plena, como lo atestiguan los informes de referencia, pero retrocede posiciones y corre el riesgo de tomar la deriva de una autocracia electoral. No es de recibo que el líder de la oposición se niegue a cumplir el mandato constitucional de renovar el Consejo General del Poder Judicial mientras gobierne el actual PSOE: «Los pactos de Estado llegarán con este PP y con otro PSOE». Es decir, llevando al absurdo su razonamiento, cumplirá el mandato constitucional cuando gane las elecciones.

Tampoco es de recibo que la enésima excusa esgrimida para no ratificar un pacto que estaba casi cerrado sea la intención del presidente del Gobierno de equiparar el delito de sedición, de carácter decimonónico, a los parámetros europeos. Alberto Núñez Feijóo, que se ha declarado partidario de endurecer las penas, está prestando, por añadidura, otro pésimo servicio al Estado: un día España recibirá un serio varapalo de la justicia europea en el trasero de la justicia española.

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