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Juan Cruz Ruiz

Notas de un espectador

Juan Cruz Ruiz

La posguerra no acaba nunca

En la larga posguerra España vivía una larga oscuridad que veían desde el exilio aquellos que fueron expulsados para siempre

Una alfombra cubre las zonas donde estaban las sepulturas de Queipo de Llano y su esposa en la Basílica de la Macarena.

A veces subíamos a Las Mercedes o a La Esperanza, montes muy queridos de Tenerife, y los mayores que iban con nosotros nos señalaban huellas de otros tiempos. Aún se hablaba en voz baja de esas cosas, era la dictadura.

Nosotros, los chicos, no sabíamos muy bien qué había sido la guerra, no se hablaba en casa de ello, no se decía cómo habían sucedido las cosas y por qué estaban tan callados los dos mayores. El padre y la madre, por qué se callaban cuando en la radio encendida se esgrimía como un látigo el himno que daba paso a las noticias.

No supimos lo que era la guerra, o lo que había sido, hasta tiempo más tarde. Pero ese silencio, como de sangre, con que se acogía el himno nacional, así como las noticias en las que el Generalísimo era el protagonista del bienestar de la nación que él había salvado, significaba en realidad la guerra. Era la guerra. La prolongación de la guerra que se dio en llamar posguerra.

Fue una guerra civil, esto quiere decir que era de exterminio del otro. Los rebeldes eran en realidad los matones, querían un orden para subvertir aquel que se habían dado los republicanos. Hurgaron hasta que hicieron de sangre y muerte el porvenir. En Sevilla, por ejemplo, un matón hizo matar a más de cuarenta mil individuos, adornado de madrugada con los símbolos de su mando. Gritaba por la radio insultos a los enemigos de la patria, que eran por supuesto patriotas. Pidió el paredón para ciudadanos, entre ellos poetas y profesores, gente sin armas, a los que adornó de las peores virtudes para que quienes apretaran el gatillo no sintieran otra cosa que ardor patriótico.

No se hacía la guerra para reivindicar un lugar, una montaña o una orilla. Se hacía para señalar que lo que defendían los que la iniciaron, el llamado bando nacional, era lo justo, y para repudiar a los que estaban con el bando contrario, que era el bando republicano en este caso. Hicieron del odio una obligación patriótica, y cuando acabó la contienda siguieron diciéndolo, armándose así para matar hasta cuando el caudillo que mandó matar estaba en su agonía.

Los que ganaron la guerra no se contentaron tan solo con el exterminio de la diversidad de ideologías que conformaban los restantes símbolos de la República. Siguieron, en la larga posguerra, exterminando cualquier forma de oposición a aquellos que habían ganado. Las bayonetas nunca se calaron, ni cuando aquel hombre, el ministro Herrera Esteban, anunció de madrugada que Franco había muerto. Mataron mandaron matar, como decía Raimon en su canción, «las manos que mandan matar». La horrible necesidad de burla que es el asesinato en nombre de la Patria.

Fue una larga agonía. La del país, hasta la muerte de Franco, una agonía prolongada por el deseo de su familia y otros allegados de que no acabara ese símbolo agonizante. Lo querían para alargar los cuarenta años de paz de los que hablaban los telediarios y los discursos desde que Fraga halló la ocurrencia de los 25 años de paz que la nación celebró cuando hacía ese tiempo del final de la contienda. Llenaron de esa palabra, paz, las paredes (y los paredones) de la España que atraía a los turistas, como si su presencia fuera a eliminar las huellas de la contienda y aquí paz y después gloria.

Esa paz a la que aludían coincidía con los grandes agravios de la patria, el recuerdo de los muertos, de los asesinados tras la guerra, de los exiliados que en patrias lejanas rehicieron su vida sin otra posibilidad que dibujar mapas para que sus nietos supieran de dónde venían sus antepasados. De qué tierra arrancada con saña de los pies desnudos de los que se fueron yendo.

En la larga posguerra (hasta unas semanas antes de la muerte del dictador) hubo fusilamientos en los cuarteles, hubo persecuciones y detenciones, no hubo libertad ni en las universidades ni en las cátedras, hubo encarcelaciones arbitrarias de estudiantes y de obreros, y España vivía una larga oscuridad que veían desde el exilio aquellos que fueron expulsados para siempre.

Escuché la noticia de la muerte de Franco en una casa de Villa Benítez, en lo alto de Santa Cruz de Tenerife. Primero oí la voz trémula y madrugadora de aquel ministro de Información, y en seguida grité a quienes dormían: «¡Ya!» Fui a EL DÍA, mi periódico, y allí vi llorando a un compañero, que era franquista, al que le di ánimos porque a él se le moría una referencia. Se moría en realidad un dictador al que los suyos le querían quitar, en vano, la sangre de sus manos.

Nunca me olvido de ese instante, y no se me olvida porque yo me sintiera entonces una buena persona haciendo una caridad, sino porque quizá en ese momento aquel compañero de trabajo me resultaba el símbolo lloroso de una época de engaños y de intimidación, de propaganda oscura en un país al que la guerra desangró. El llanto por un bandido. Murió Franco, eso era evidente, pero tardó tanto, tarda tanto, en morir su huella que ahora esas manos que quedaron inertes el 20 de noviembre de 1975 habitan otras manos y otras gargantas y otros recuerdos que limpian aquel periodo como si no hubiera pasado nada. Un líder político ha dicho, cuando se restituyen a la tierra civil a los que han sido trasladados, en Sevilla precisamente, desde el suelo religioso a la tierra común, que es mejor recordar a los vivos. Como si los muertos a los que mandaron matar aquellos jerifaltes no merecieran recuerdo y no olvido.

La guerra no acabó cuando dijo Franco ni cuando él murió, la guerra siguió. Siguió como símbolo del pasado gris el Valle de los Caídos, que eran los caídos de los que lucharon por el bando vencedor, y hubo otros símbolos que persisten hasta ahora, entre ellos los que enarbolan quienes defienden los esquejes del falangismo patriótico de la ultraderecha, que tiene nombres propios y habita también en el Congreso. La guerra fue demasiado larga como para que ahora halle tregua, pues lo que pasó fue mucho más que una guerra, fue una guerra civil y jamás se podrá quitar ese adjetivo al peor de nuestros recuerdos. Así que Queipo, símbolo cruel de aquella barbarie, el que mandó matar, el que hizo que se aflojara el gatillo, ya no está en tierra bendita, lo llevaron de madrugada, a la hora en que él mismo se preparaba sus discursos radiofónicos marcados por la risa y la metralla, a la tierra común. Ya nadie tiene el privilegio de sobrevivir en sagrado a la maldad que se permitió en vida, y hasta después de la guerra. Tienen derecho los hijos supervivientes a saber que alguna vez se iba a hacer justicia, y ya se hizo y ya sin sangre.

En nuestra tierra hay vestigios de aquella barbaridad que nació aquí mismo, en nuestros montes, y qué duro fue desde entonces para tantos sobrevivir a la consecuencia del acuerdo de aquellos matones, las manos que mandaron matar hasta hacer insoportable la que llamaron posguerra.

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