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Alejandro de Bernardo

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Alejandro de Bernardo

Olivia

Alejandro de Bernardo. E. D.

Hay edades tan frágiles en las que morirse no debería estar permitido. Alguien tendría que prohibirlo. Hay edades de peluches, de chuches, de tirabuzones al aire e inocencias cristalinas que sostienen al mundo sobre alegrías.

Edades de abrazos y amigos. Edades de brindar a la luna por el futuro y que el futuro ría con la boca bien abierta. Olivia tenía esa edad. Media docena de años son seis. Solo eso. Una mano completa y un dedo de la otra. Era todo luz. Fulgor.

Disculpen la tristeza: este domingo no puedo escribir una columna feliz. Me aprieta la garganta un collar de cristales de punta, de púas, de espinas.

Un encanto de niña como lo era también la otra Olivia. La de Tenerife. A aquella la mató su padre. También a su hermana. A esta su madre. Violencia vicaria. Crímenes inexplicables. Otra vez, el que te da la vida te la quita cuando apenas la estás estrenando. Como si fueras una camisa que ya no gusta. El odio. El rencor y el resentimiento a la expareja que dispara a donde más duele. O quizás al único blanco que dolerá siempre. Saben estos asesinos que no solo son las niñas las que mueren. Cuando se muere un hijo, cuando te lo matan… no hay cuerpo que lo resista. El único mal para el que cien años no son nada.

Deja el vacío. Y nos mata un poco a todos. Ojalá nos lleve a reflexionar sobre lo que significa aprender de la vida, aprender a rectificar. Es también un poco nuestro fracaso. Queramos o no, todos estamos un poco rotos por algún lado. No somos capaces de detectar estos finales. Llegamos tarde.

Los seres humanos somos emoción, emociones, o no somos nada. La emoción es como la memoria: nos define. Sin la emoción, nos morimos de una vez y para siempre. La vulnerabilidad no es patrimonio de nadie. Es de todos. Universal. Y todos tenemos una grieta, una cicatriz, algo que cargamos como una losa… y, algunas veces, puede hacernos más fuertes o más sensibles, pero también puede acabar con nosotros. Todo depende de cómo nos pille en el momento en que nos llega. De si necesitamos o no un posible remedio y de si tenemos acceso a él. Necesitamos unos de otros. Y otros de unos.

Intento meterme en la piel de ese padre al que le acababan de dar la custodia de Olivia, pero la angustia es una navaja. No puedo. Cualquiera que conociese a la madre se echa las manos a la cabeza. Suele ser habitual. Y es así porque rara vez pensamos en Hobbes: «El hombre es un lobo para el hombre». Yo siempre he sido de Rousseau: «El hombre es bueno por naturaleza». Confieso que Rousseau me ha engañado alguna vez.

Olivia era «la pirata». Dicen que no paraba. Un «rabo de lagartija». Que… a pesar de lo vivido, era un antídoto contra la tristeza. Ya lo he dicho. Mi niña. Hay edades, tan frágiles, en las que no se puede permitir la muerte. Lo escribiré mil veces. Y, mientras escribo, pensaré en todos los poemas que se quedan sin escribir. Tenemos que caminar. Seguir caminando. Tal vez estoy escribiendo una mentira. Pero es mi deber. Decir, gritar, proclamar un canto de vida. De vida y esperanza. A pesar del muro de desolación. A pesar de que nadie prohíbe la muerte, Olivia. Todos necesitamos soñar. Yo también. Va por ti.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es

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