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El lápiz de la luna

El bolso y la vida a cuestas

Elizabeth López Caballero. E. D.

Los recuerdos son muy caprichosos. Se aparecen así, sin previo aviso, y ponen en marcha una maquinaria de emociones y sensaciones para las que uno no siempre está preparado. Cuando era pequeña recuerdo que mi madre se levantaba muy temprano para dejarle a mi padre preparado «el bolso». El bolso, entendí un día, era la comida que se llevaba para desayunar y almorzar. Alguna madrugada en la que fui a la cocina a por agua o sabe dios a qué, me encontré a mi madre muy afanada en la tarea, que consistía en ir metiendo táperes y termos en una bolsa que también hacía de nevera. Que si café y bocadillo para el desayuno. Que si potaje y pescado con papas sancochadas para el almuerzo, ah y una fruta para el postre… Y así, como si de un juego de legos se tratara, la mujer iba encajando las piezas dentro de la talega. Luego, mi padre aparecía por allí, se daban un beso y el hombre se marchaba con la vida a cuestas. A esa edad me imaginaba a mi padre sentado con sus compañeros desayunando como lo hacía yo a la hora del recreo en el patio del colegio. Me preguntaba si mi padre tendría amigos o si le dejarían un rato para jugar. Todo aquello me cuestionaba yo a mis ocho años. Hoy a las seis y media de la mañana me vi preparándome el bolso. Encajando los legos de mi vida adulta dentro de una nevera de tela negra. Que si yogur y plátano para el desayuno. Que si pollo a la naranja –que por cierto me queda buenísimo– y arroz para el almuerzo, ah y el trocito de chocolate para el postre. Allí estaba yo, llevándome también la vida a cuestas y ya, a mi edad, sabiendo que no me dan tiempo para jugar en mi «hora del recreo laboral». Esto de crecer es una trampa. Una trampa llena de rituales, de horarios y de obligaciones con poco tiempo para la improvisación. Un juego de legos aburrido en el que encajar piezas continuamente. Y de hacer cálculos. Cálculos con el dinero: que si equis para el alquiler. Que si i griega para alimentación. Que si zeta para la gasolina. Y cálculos con las horas: que si ocho para trabajar. Que si una para el gimnasio. Que si dos para visitar a algún familiar. Que si dos para ir al súper. Que si dos para la vida social. Que si otras dos para mantener viva la llama en la pareja y no caer en la monotonía. ¡Mierda!, ya le quité una al sueño. Y así, día tras día. Amanece, preparas «el bolso» y te marchas un día más con la vida a cuestas… ¡Ay!, los recuerdos son muy caprichosos, se aparecen así, sin previo aviso, haciéndote ver que, en ocasiones, tiempos pasados sí fueron mejores.

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