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Francisco Pomares

El factor Rosell

La delegada del Gobierno contra la Violencia de Género, Victoria Rosell. EFE

La magistrada en excedencia Victoria Rosell parece haberse convertido de nuevo en motivo de trifulca, esta vez entre la facción yolandista de la izquierda happy flower y el grupo de ministras de la facción podemita histórica. El motivo es su autoproclamada candidatura al Consejo General del Poder Judicial. El bloqueo del Consejo, tras cuatro años de infructuosas negociaciones, ha sido convertido en el nuevo culebrón político de este año, como resultado de la negativa del PP a llegar a un acuerdo con el PSOE si se produce una modificación en la reforma del delito de sedición, otra de las recurrentes concesiones de Pedro Sánchez al secesionismo catalán.

El bloqueo en la renovación del Consejo es una vergüenza compartida por todos los que –de una forma u otra– han impedido su renovación. Los sistemas de mayoría cualificada que establece la Constitución para determinadas instancias institucionales fueron pensados para reforzar la búsqueda de consensos en las altas magistraturas del país. Pero esta gente que nos gobierna ahora –o que aspira a gobernarnos– no es la que había entonces. Aquí se juega al todo o nada con las cosas de comer, y por eso nuestra democracia se envilece y degrada. La renovación del Consejo no se resuelve por la intransigencia de las partes, que quieren convertir el órgano de dirección de los jueces en una trinchera partidista. No es de recibo que ese asunto se mezcle con otros –por muy graves que sean, como lo es la espuria intención de Sánchez de hacer más concesiones al independentismo–, como tampoco es razonable que el Gobierno pretenda pervertir el sistema ideado por los constitucionalistas del 78 para garantizar la separación efectiva de poderes.

Dicho eso, los consensos no pueden construirse sobre el veto a los candidatos ajenos que a uno no le gustan. Es cierto que la figura de Rosell es rechazada por el PP, y que ese rechazo lo comparten una parte importante del PSOE y algunos de los compañeros de la propia Rosell. Pero si el sistema de elección parlamentaria de miembros del Consejo se basa –y es una lástima que así sea– en un sistema de cuotas de partidos, parece poco sensato forzar una dinámica de vetos que se convertirá en inacabable y acabará dando al traste con cualquier negociación. Si la renovación del máximo órgano de los jueces ha concluido en la aceptación de que Podemos puede incorporar a una juez afín al Consejo, lo que no es aceptable es que sean los otros partidos quienes decidan quién de Podemos puede y no puede ser.

Personalmente creo que Rosell es una mala candidata: su carrera como jueza progresista se ha construido desde la sobreactuación, el conflicto constante y una agresividad hacia los adversarios –ya sean un expresidente del Cabildo tinerfeño, un juez sin escrúpulos, un guardia civil que le planta cara en un aeropuerto o una antigua empleada doméstica– que en ocasiones ha rozado la voluntad de exterminio. Tampoco es exactamente Rosell una autoridad jurídica: su carrera como magistrada no destaca por un gran aporte jurisprudencial, ha sido básicamente mediática, pero sobre todo encaminada a facilitar sus escarceos en el poder legislativo y el ejecutivo, en los que –por cierto– tampoco ha brillado precisamente por su trabajo. Y en los últimos días se ha sabido de algunas oscuridades en el manejo de la información como magistrada, con el objetivo de favorecer a su pareja, Carlos Sosa. Probablemente carece Rosell de la mesura necesaria para intervenir en el mando de los jueces con ecuanimidad, mesura y sentido del equilibrio. Pero todo eso es mi opinión, supongo que no compartida por quienes la apoyan y proponen para el Consejo. Si en Podemos la mayoría quiere presentarla, esa es una decisión que corresponde a Podemos. Y si la parte que toca elegir del Consejo por el Parlamento se determina en base a criterios de cuota partidaria, creo que los partidos deberían abstenerse de interponer vetos porque Rosell no les cae bien, les parece radical o no se fían de su juicio. La democracia no funciona así. O al menos no debería

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