Este artículo no va de Liz Truss, no conviene espantar a los lectores antes de empezar. La fugaz primera ministra británica no es una Margaret Thatcher de segunda división, es una Theresa May de tercera categoría, sospechosa como mínimo de que Isabel II falleciera al día siguiente de conocerla. Sin embargo, ningún ser humano es culpable de sí mismo, por lo que habría que señalar a los escasos miles de ciudadanos blancos del sur de Inglaterra y acérrimos del Daily Mail que auparon con su voto a esta catástrofe ambulante. Y sobre todo, a los políticos conservadores que obedecieron los designios de Putin para prescindir de Boris Johnson por cometer los mismos crímenes festivos que Sanna Marin, pero sin la ingenuidad desarmante de la finlandesa.

Ahora añoran a Boris Johnson, pero las tribulaciones de los volubles ingleses solo nos afectan colateralmente. Con ocho mil millones de seres humanos sobre el planeta, no existe uno solo que no disponga de la posibilidad de prescindir en algún momento de sus semejantes. La demolición encadenada de primeros ministros británicos demuestra que no conviene precipitarse a la hora de apuntar con el pulgar hacia el suelo. Sobre todo, enseña a los hiperventilados que la condición fundamental de una sustitución no consiste en verificar los errores mayúsculos del sustituido, sino en haber evaluado a fondo al sustituto. Siempre sin subestimar las virtudes higiénicas de la expulsión. Verbigracia, librarse de Iván Redondo fue la decisión más sabia de Pedro Sánchez.

La mayoría de nosotros tiene ahora mismo a un Boris Johnson de quien prescindir, en el supuesto de que no seamos nosotros mismos los juguetes a liquidar. Ceder al capricho del instante, en la senda de los antes flemáticos ingleses, no confirma los pecados del monigote a derribar, sino nuestra propia inconsistencia. Nadie nos complace porque no nos soportamos a nosotros mismos. Jugamos a la ruleta porque estamos esclavizados a la satisfacción instantánea, garantía de insatisfacción perpetua. Hazlo enseguida se cotiza más que hazlo bien, la victimización universal abarca a quienes no saben esperar. La receta infalible es demasiado elemental, cumplir con los plazos, darse tiempo.