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Juan José Millás

Unos pies inviables

Unos pies inviables

He decidido reprogramar la caldera de gas para gastar menos este invierno. De momento, voy a quitar dos horas de calefacción, pero no sé si suprimirlas de la primera hora de la mañana o de la última de la noche. Por las mañanas trabajo y por las noches descanso. Ignoro qué es peor, si escribir con frío o ver la tele con frío. Además, un experto me dice que no debo dejar que la casa se enfríe demasiado porque luego te cuesta el doble calentarla y pierdes por un lado lo que has ganado por el otro. Están las mantas, claro, pero cuando se te ha metido el frío en el tuétano las mantas sólo sirven para mantenerlo allí.

El frío.

Me he pasado la vida combatiéndolo, pues el que ha tenido frío de niño está condenado a pasar frío el resto de su vida. Llevo calcetines de lana en pleno agosto porque, aunque estoy vivo, mis pies son los de un muerto. Están siempre helados, como si no les llegara la sangre. Puedo caminar sobre brasas sin quemarme. Al contrario, las apago al pisarlas. Escribo, a partir de noviembre, con unas botas de esquimal en las que un electricista amigo ha introducido una resistencia que se calienta gracias a una pequeña batería oculta en sus entretelas. Aun así, apenas logró subir un par de grados su temperatura. Había llegado, en fin, a una edad en la que creía haber ganado la guerra al frío cuando llega la amenaza de la subida del gas. Dicen por la tele que el que pagaba doscientos euros pagará ochocientos.

La caldera tiene un mando con el que se regulan las horas de encendido y apagado, así como la temperatura de confort, la temperatura de vacaciones y diez o quince conceptos más que ahora no vienen al caso. La cuestión es que se trata de un cacharro de alta tecnología que no había tocado desde que me instalaron la caldera y ni yo lo entiendo ni él me entiende a mí. El mando y yo no nos entendemos, de manera que me he puesto a manipularlo a lo loco y, en vez de suprimir dos horas de calefacción, he aumentado ocho. Está la casa que echa bombas. Hasta mis pies han dado señales de vida por primera vez, han resucitado. Tengo unos pies vivos, como los de cualquier persona. Pero no puedo permitírmelos. Son inviables desde el punto de vista económico.

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