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observatorio

Las ‘catedrales emocionales’

Los 11 días de conmemoraciones por la muerte de Isabel II, desde el castillo de Balmoral, donde se apagó el 8 de septiembre, hasta su funeral de Estado en la abadía de Westminster, el 19 de septiembre, han estado jalonados de homenajes, cortejos fúnebres y muestras de duelo. No se puede confundir, sin embargo, la conmoción nacional desatada en el Reino Unido por la desaparición de una reina que representa el «fin de una era», como resumió The Guardian, con un acto de adhesión a la monarquía y, menos aún, como un cheque en blanco a Carlos III.

«Seamos lo suficientemente sensatos, como nación cambiada y cambiante, para reconocer que la monarquía cambiará y debe cambiar. Estos serán días de solemnidad. Pronto será el momento adecuado para debatir estas cuestiones con serenidad, sin descartar nada y, a ser posible, sin el autoengaño hipnótico que tantas veces ha rodeado el tema», advirtió el diario británico el día después de la muerte de Isabel II. No se puede identificar el culto de la emoción, que se expresó en aquel periodo de duelo, con un acto político de aval a la monarquía.

En efecto, la historia reciente de la corona británica desmiente esta hipótesis. Hace 25 años, el 31 de agosto de 1997, moría Diana Spencer en el túnel del puente del Alma, junto al río Sena, en París. Su trágica desaparición inició otra ola emocional, en sentido contrario a la que acabamos de asistir, en favor de la princesa del pueblo (Blair dixit) y en contra de la frialdad inicial mostrada por la familia real. Isabel II tuvo que bajar del pedestal para honrar su memoria. El funeral se celebró el 6 de septiembre en la abadía de Westminster, «un entierro único para una persona única», según definición de un portavoz de la casa real.

¿Qué tienen en común estas multitudinarias expresiones de duelo, con un cuarto de siglo de distancia, que se manifestaron en septiembre de 1997 con Diana de Gales y que se han repetido ahora con Isabel II? Son el resultado del culto de la emoción, título de un libro que publicó Michel Lacroix en 2001. Este filósofo francés evocaba ya entonces las concentraciones emocionales que se producen cíclicamente: una tragedia, una victoria, una muerte... sacuden de repente la sensibilidad colectiva y se construyen las modernas catedrales emocionales.

El culto de la emoción se alimenta de los nuevos formatos mediáticos –todo debe ser inmediato, emotivo y espectacular– en contraste con unas sociedades cada vez más complejas. Se impone la emoción-impacto en detrimento de la emoción-contemplación.

Los populismos encuentran aquí su caldo de cultivo. ¿No corremos el riesgo de ver cómo ese potencial emocional se fija objetivos dudosos? ¿Quién puede asegurarnos que no encenderá pasiones peligrosas? Son las preguntas que se hacía el filósofo sobre los riesgos de estas catedrales emocionales. Los medios de comunicación de masas, aquí y allí, con el factor añadido de las redes sociales, son sus nuevos arquitectos.

Estas catedrales emocionales, como la que ha emergido en los 11 días de duelo –con pompa y circunstancia– por Isabel II, no resuelven los problemas de fondo a los que se enfrentan los ciudadanos: son solo una anestesia temporal que sirve para aplazarlos. En el caso del Reino Unido, Carlos III –a sus 73 años y con sus debilidades a cuestas– es muy consciente de ello. Su primera visita ha sido a las naciones históricas, empezando por Escocia e Irlanda del Norte, que se preguntan por los réditos de su unión con Inglaterra en la era del post-brexit.

Es verdad que la monarquía británica ha dado muestras, en el plano político y mediático, de manejar mejor los tiempos y las formas que la española. Sin embargo, salvando las distancias y la solidez histórica de una y de otra, ambas se enfrentan a la tarea de demostrar con hechos que la monarquía parlamentaria sigue siendo un instrumento capaz de moderar y arbitrar el buen funcionamiento de las instituciones, de acuerdo con su papel constitucional, frente a los que la presentan como un sistema hereditario de privilegios que resulta anacrónico. En el caso de la monarquía española, el problema de Felipe VI no es tanto una foto de circunstancias con Juan Carlos I, atribuida al protocolo británico, como la necesidad de pasar de una posición defensiva a una estrategia ofensiva: renovar el consenso político, social y territorial en torno a la función de la Corona.

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