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observatorio

Haciendo frente al coste energético

«Contabilidad de costes» es mi asignatura. La he enseñado durante más de 20 años. La premisa básica es muy sencilla: no se puede vender por debajo de lo que cuesta producir un producto o un servicio, porque la empresa no tendría viabilidad a largo plazo. Por descontado, esta premisa no afecta solamente a empresas, sino también a entidades sin ánimo de lucro y, con una mínima adaptación, también a agencias gubernamentales, países e incluso familias.

La crisis energética me ofrece una oportunidad pedagógica. La energía es un coste que tienen todas las organizaciones y que deben trasladar a sus productos o servicios. Un coste que se ha triplicado y que mantiene un componente importante de volatilidad e incertidumbre de cara al futuro. Pero la responsabilidad de la empresa no deja de ser realizar el cálculo más preciso posible de lo que cuesta producir su producto, y en base a ello tomar decisiones para afrontar la situación. ¿Qué opciones tiene si los números no cuadran?

La primera opción, y la menos disruptiva, pasa por subir los precios de venta, manteniendo así sus márgenes. Nada cambia para la empresa. Pero en un entorno en que todas las empresas siguen esta estrategia, se produce inflación y los clientes empiezan a dejar de consumir aquello que no es esencial. Si las ventas disminuyen, esta estrategia dejará de funcionar.

La segunda opción es intentar reducir el coste de la energía de maneras creativas: mover la actividad a horas valle, paros intermitentes de más o menos duración o reducir la producción de aquellas líneas de negocio que requieren de más intensidad energética. Y, en oficinas, se puede aplicar el modo covid inverso: disminuir la ventilación; reducir la comodidad ambiental; juntar a las personas en espacios más reducidos, compartiendo despachos o con mesas de uso libre o concentrar el teletrabajo a uno o dos días a la semana, para que las oficinas puedan cerrar.

La tercera opción es reducir otros costes que no sean los energéticos. Esta opción casi siempre implica reducir puestos de trabajo, debido a que los costes laborales suelen ser los más importantes. La cuarta opción, más drástica, es deslocalizar la producción a otros países en los que la energía, u otros costes como los laborales o fiscales sean más competitivos. Esto requiere de un proceso de inversión y desinversión importante. Y la última opción: considerar la empresa no viable y cerrar.

Excepto esta última, las otras cuatro opciones son combinables: una empresa puede subir un poco los precios –primera opción– y cerrar la planta productiva los viernes –segunda opción–. Aquí es muy importante tener en cuenta que no todas las empresas están afectadas por igual: un mayor porcentaje del uso de la energía en su proceso productivo requiere de decisiones más drásticas. Esto se ha podido comprobar con el cierre reciente de varias empresas comercializadoras de gas durante el verano, que no han podido mantener los márgenes y, a la vez, cumplir con sus obligaciones legales. Mientras que para una empresa metalúrgica, que los trabajadores de oficinas hagan simultáneamente dos días de teletrabajo semanal es peccata minuta, esta medida puede salvar los números de una pequeña consultoría. Las industrias siderúrgicas, químicas o de producción de fertilizantes, por poner algunos ejemplos, están siendo las más afectadas por los precios de la energía. Deberían evitarse medidas excepcionales de cierre o deslocalización de estas empresas; son muy importantes para el país por su resiliencia, la calidad del trabajo que generan y el efecto multiplicador en la economía. Esto quedó demostrado durante la pandemia en aquellos países con más peso de la industria, con unos descensos menores en el PIB que los países con un peso superior del sector de los servicios. Una muestra de esta lección reaprendida es el plan del Gobierno catalán para relanzar la industria, con un presupuesto de 3.000 millones de euros hasta 2025 y la previsión de crear miles de puestos de trabajo.

El cierre y deslocalización de industrias produce una pérdida de capital intelectual en forma de talento y know-how que después se hace muy difícil recuperar. Son los costes intangibles a los que es difícil asociar un número de euros, como a todo lo importante en la vida.

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