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Juan Gaitán

Morir por Putin

En algún sitio hay que dejarse la vida, en alguna parte, en alguna cosa. La vida, solo una hasta que se demuestre lo contrario (nadie lo ha hecho fehacientemente por más que tantos lo hayan prometido y asegurado), tiene como único valor, o como valor más cuantificable, su unicidad. Es una (menos mal), un tránsito desde una nada a otra nada, de un vacío a otro, un discurrir por un breve rayo de luz entre dos tinieblas infinitas. Y, claro, eso en principio tan valioso siquiera sea, ya digo, por ser única, y sin meternos a valorar el contenido, no se la vamos a entregar al primero que pase por la esquina, y menos a Putin.

Eso han debido pensar mayoritariamente los rusos, al menos eso parecer desprenderse de la desbandada de personas, sobre todo varones en edad militar, buscando un vuelo que les aleje de la madre patria. Hasta ahora, al parecer, no se habían percatado de que les habían metido de lleno en una guerra. Ya sabemos desde hace mucho que el primer muerto de toda guerra es la verdad, y al parecer a los rusos les habían contado un cuento o, más exactamente, nadie les contaba nada y creían que todo iba bien y vivían en paz con sus vecinos.

Trato de escribir sobre la guerra mientras el sol, el primer sol del otoño, se deja caer, un poco más cobrizo quizás que ayer (el otoño es también un modo de mirar), sobre la buganvilla. Los gorriones que la habitan tienen una bulliciosa batalla de trinos y el mundo, visto así, parece habitable ¿Quién va a querer dar su vida por Putin, por la madre patria, por cualquier cosa, oyendo la escandalera de los gorriones, mirando la lenta luz de la mañana?

No saben los gorriones, no sabe la buganvilla, ni siquiera la luz sabe que tenemos sobre la cabeza la amenaza del armamento nuclear de Putin. Como muy claramente ha dicho Biden, «nadie gana una guerra nuclear». Si finalmente esta locura desemboca en la locura mayor, no quedará mucho por lo que pelear, si es que aún nos siguen quedando ganas de pelea.

Sería absurdo que, después de todo lo que ha costado llegar hasta aquí, el final fuese una guerra desatada por Putin. No me da a mí este tipo la talla de ángel de la muerte, de jinete del apocalipsis capaz de desatar el fin de los tiempos. Pero nunca se sabe. Quienes lo han visto más de cerca afirman que no es un loco, sino un malvado. Decía Anatole France que prefería los malvados a los tontos porque los tontos no descansan. Si nos acomodamos a esta fórmula, ya hemos comprobado que Putin es incansable, así que debemos tener cuidado. Europa, la vieja Europa del pensamiento y de la libertad, está amenazada por una guerra que va a recrudecerse a manos de un loco malvado.

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