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Alejandro de Bernardo

Redes antisociales

Es posible que, en poco tiempo, los ojos nos salgan en la frente y las cejas ocupen el lugar del flequillo. O media cuarta más arriba. Si la naturaleza sigue su curso y se va adaptando a nuestras costumbres y usos… puede que hasta me haya quedado corto. Estamos dejando ya de ser personas, sí, perrrr-sonas, peeer-sonas –denle el tonito de Antonia San Juan–.

Si se ponen en el ángulo de cualquier terraza –como si fueran a lanzar un córner–, tendrán perspectiva de la jugada y no necesitarán la intervención del VAR, comprobarán entonces que da igual el número de sujetos que estén en cada mesa o la relación que tengan entre ellos. Todos actúan como si estuvieran solos: la cabeza inclinada hacia abajo y la vista fija en el móvil, agarrándolo con las dos manos… ¡que no se escape! Ya no giramos la cabeza ni para pedir al camarero. Hasta es posible, en muchos sitios, que podamos pedir la consumición a través del móvil o el Ipad –si son de posibles– como decían antes a los adinerados.

Me temo que la única vida corriente que queda es la de la gente corriente. Lo demás es mentira. Nos estamos alejando de la realidad. De un café o de un vinito cara a cara. De las caricias. De los gestos cómplices. Del sudor, del olor. De las miradas. Somos móviles que no se mueven. Pantallas repletas de aplicaciones que dulcifican nuestra imagen. Todo lo hacemos a distancia aunque estemos al lado de otros. El roce ya no hace el cariño. Sencillamente porque no lo hay. Hemos condenado a los espejos de toda la vida. Repudiamos al de Blancanieves por el insoportable defecto de decirnos la verdad: las arrugas, las estrías, la calva, las ojeras, el color de ojos.

Se dan por desaparecidas o en peligro de extinción las costumbres de toda la vida. Ya no se queda para tomar algo. Las barras de los bares se han vuelto sitios horribles en los que mujeres y hombres toman algo, estén solos o acompañados, ensimismados en sus móviles. Preferimos conocer lo que pasa en el mundo a través de las redes sociales que hablar con alguien que está a tu lado en la barra de un bar. No le hacemos ni caso.

Los móviles no son ya una extensión de las vidas sino el agujero negro que se las traga. Hasta la socorrida conversación sobre el tiempo en el ascensor ha perdido su trabajo: como un tic nervioso pillamos el móvil para no tener que decir ni pío. Tecleamos con alguien que está lejos, cuanto más lejos mejor. Alguien que además no es el que creemos. Nada miente más que una foto de las redes sociales. Todos musculosos e interesantes. Todas guapísimas de la muerte y felices como perdices. El planeta se embellece si no fuera por los imbéciles que puestos a destacar por algo eligen la mayor barbaridad y hasta algunos pierden la vida en el intento. Hasta ahí llega la tontuna esta que nos invade como grama descontrolada.

No asumimos cómo somos en persona. Los filtros nos están matando. Las fotos de las redes están retocadas, eso sí, al contrario de la del DNI… que suele ser cruel con uno mismo. Tampoco existen esas familias felices que aparecen en las redes. Todas guardan cadáveres en sus armarios. Mentimos como cosacos en las historias que colgamos. Nos inventamos unos relatos fabulosos que no aguantarían un interrogatorio de cinco minutos. Si hacemos caso de lo que vemos podemos pillar una depresión de elefante. Seres humanos guapísimos encantados de conocerse, felices, que sonríen de tal manera que es imposible estirar más la cara. Los restaurantes son todos idílicos. Los bares, fabulosos. Las playas, únicas. Las terrazas, lo más. Claro que hay sitios hermosos y viajes estupendos. Pero en realidad hay veces que el tiempo se atasca. Momentos de bajón. Incluso llueve de repente. Pero eso no lo contamos. Nos callamos nuestras miserias con el fin de parecer gigantes para los demás.

Los teléfonos móviles son cada vez más inteligentes, mientras nosotros somos mucho más burros. Disfruten con esos amigos de siempre con los que se cuentan las mismas cosas de siempre y con los que se ríen como siempre. Lo mío con el grupo de los que vamos a comer bacalao es impagable. A veces tenemos el cariño al lado y esperamos el amor a demasiados megas de distancia. Admiren el brillo real de una mirada en un bar. En la cola del tranvía o en el asiento de al lado en el estadio. Un roce, una picardía, un suspiro o un «te quiero» –susurrado o coreado– es lo que da color a la vida. ¿No cree?

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es

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