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José Luis Villacañas

La última reina

Los tiempos que vivimos han realizado la inversión de los valores, pero cada vez a su manera. En el caso del viejo concepto de «majestad», el signo de los tiempos resulta evidente. Ya no está donde estaba. Recogiendo algunos desarrollos de los juristas franceses sobre el concepto de soberanía, Hobbes elaboró su mito del Leviatán, ese animal mítico, dios mortal, hombre fabuloso y gran máquina. Entonces le atribuyó una cualidad fundamental: monopolizar el espacio público con su voz. Todos los demás debían callarse y reservar sus palabras para el espacio privado, allí donde podían seguir siendo lobos para los demás humanos. Pero en el espacio público, debían guardar silencio. Era la forma de eliminar toda pretensión de palabra profética, la especialidad de los molestos puritanos, los causantes de la Gloriosa Revolución.

Isabel II ha culminado la gran transformación. Aunque cuando fue coronada recibió los atributos del Leviatán, el cetro y el báculo, y dispuso de la adecuada gloria pública, fue la suya desde el primer día una gloria muda. Ella solo ha hablado en el espacio privado, y ha dejado el público a su majestad el tabloide. Solo logramos percibir algo de lo dicho en la intimidad por la gravedad de las consecuencias familiares que han llegado a conocerse. En el espacio público, su boca ha permanecido cerrada durante todo su larguísimo mandato. Mientras, a su alrededor, los que en la previsión de Hobbes deberían callar, no han hecho sino hablar por todos los medios posibles. Hoy, las largas filas de británicos que se acercan a ver su mausoleo culminan esta adoración a una presencia ausente. Bajo las banderas podría anidar el vacío. Tanto da. Ellos muestran gratitud porque su silencio les ha permitido chismorrear sin límites.

De ella se dijo que solo le interesaban los caballos. En realidad, es fácil considerar a un buen caballo como la más bella obra de la creación, y no debemos culparla por ello. Sin embargo, cuando juzgamos las dos cosas a la vez, esa mudez testadura, esa frialdad gélida, esa distancia sideral en la mirada, frente a su entusiasta vitalismo cuando los caballos inician la carrera, no podemos sino reflexionar sobre el contraste. Schopenhauer decía que cuanto más conocía a los seres humanos, más amaba a su perro. ¿Tenemos derecho a proyectar estos pensamientos sobre Isabel II? No lo sé. Depende del grado de conocimiento que pudiera tener de las pocas personas que tuvo cerca. Lo que sabemos del príncipe Andrés, e incluso lo que supimos de Carlos, no es muy alentador. Decididamente, un caballo pura sangre puede parecer a los más misántropos más grata compañía que la de seres humanos confusos.

La lección que se puede extraer de la reina Isabel es muy sencilla. Las prestaciones que se piden a un monarca en la vida actual son completamente inverosímiles de realizar. Alguien podría decir que Isabel las ha cumplido. Yo no estoy completamente de acuerdo. El precio que ha tenido que pagar por cumplirlas no es otro que el de una completa deshumanización, una robotización de la existencia, un silencio, una ascesis completamente inhumana acerca de lo que es la vida, el goce, el interés, la amistad, el amor. Hobbes ya lo había previsto. El soberano era una gran máquina, ciertamente. Pero al mismo tiempo es persona. Era las dos cosas porque solo él hablaba públicamente. Cuando los tabloides y las redes son los que hablan, entonces la ecuación se fractura. Solo queda la máquina. La persona tiene que desaparecer.

El destino de las monarquías depende de reunir en una persona un doble cuerpo. Para mantener vivo el cuerpo político, Isabel ha debido callar protegida por un férreo escudo de reserva. Pero el cuerpo mortal no puede vivir así. Ese cuerpo mortal necesita que los hijos, que algún día representarán el cuerpo político, sean educados, amados, atendidos. La tragedia clásica siempre tuvo esta trama: las virtudes que se requieren para representar el cuerpo público son contradictorias con las que se requieren para vivir con el cuerpo mortal. Si se es virtuoso en lo público, se tienen pocas probabilidades de atender bien el espacio familiar. Si se es poco virtuoso en el espacio familiar, hay poca probabilidad de reinar en el espacio público. Si se es poco virtuoso en los dos espacios, las probabilidades de ser el último rey se multiplican. Ser virtuoso en los dos es inverosímil. Isabel lo ha conseguido por el minimalismo inhumano en ambos.

La índole simbólica de las monarquías implica prestaciones trágicas, porque se reclaman a la vez virtudes privadas y públicas, personales, sociales y familiares. Durante siglos eso fue posible porque las monarquías proyectaban esa aura mística que el secreto permite blindar, el ritual engrandecer y el miedo proteger. En las sociedades primitivas se era consciente de esa tragedia y se elegía rey al que la tribu más odiaba. En las sociedades democráticas esa aura es imposible de mantener y la capacidad simbólica queda erosionada por las contradicciones de la institución monárquica. El precio a pagar lo ha cumplido Isabel II: su transformación en pura abstracción. Si ha habido una verificación de eso que los teóricos populistas llaman significante vacío, eso lo ha representado ella. Ha sido un significante vacío durante toda la vida. Si no lo hubiera sido, si hubiera querido ser alguien, entonces los tabloides y las redes habrían hablado sin parar y la capacidad simbólica se habría ido al garete. Se ha anulado como persona para ser reina, la última reina.

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