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La gata sobre el tejado

Memorias de una goda

En un lugar de La Guancha, de cuyo nombre no consigo acordarme, hace ya mucho tiempo, tuve mi primera experiencia gastronómica (y antropológica) en un guachinche. Por si me lee algún neófito en cultura canaria, apuntaré que un guachinche es un establecimiento donde se sirven comidas típicas de la zona y vino del país. Su origen se remonta a los mercadillos que organizaban agricultores y ganaderos en determinadas fechas con el fin de vender sus productos (en especial sus vinos de malvasía) directamente a los compradores ingleses y luego a los consumidores locales. Se dice que el peculiar vocablo desciende de la expresión inglesa «I’m watching you!» (Te estoy observando) utilizada por los anglosajones para expresar que estaban listos para degustar los productos que «el mago canario» (campesino) le ofrecía. Y este, por lo visto, entendía algo parecido a «¿Hay un guachinche?».

De mi primera Guachinche Experience recuerdo mi asombro al descubrir cómo se podía llevar el concepto de comida casera a otro nivel. La señora que nos atendió escribió sobre el mantel (de papel) el menú que nos ofrecía. Imagino que lo hizo para no tener que repetirlo... Después de chuparme los dedos mojando pan de matalaúva (anís verde) en el caldito de una humeante sopa de cabra, alternando bocados con un picoteo de quesito tierno y papitas arrugadas con mojo, llegó la hora del postre. Cuando pregunté, la misma señora que había escrito el menú sobre el mantel (en el que también sacó la cuenta) me invitó a levantarme y a que yo misma le echara un ojo a la nevera: «Mira a ver si queda quesillo y algún corneto, mi niña». Era como ir a comer a casa de la abuela, pero pagando.

Mientras escribo estas líneas se cumplen dos décadas de mi primer aterrizaje en esta bendita isla de Tenerife. Fue un 16 de septiembre cuando llegué para quedarme por tiempo indefinido.

Yo sabía poco de Canarias cuando llegué. Sabía que había buen clima todo el año, camellos (de los de cuatro patas) en alguna parte, muchos plátanos, una cantidad considerable de avistamientos ovni documentados, una hora menos… y guaguas en lugar de autobuses. Poco más.

Mi primera palabra en canario fue «machango» y una de las primeras cosas que me sorprendieron nada más llegar fue descubrir que yo, en teoría, estaba en un estado cuántico entre goda y peninsular. Potencialmente era las dos cosas. Estaba, al igual que la duración de mi estancia, indefinida todavía. Lo supe cuando vi un grafiti con un contundente «Fuera godos» y me explicaron que no tenía nada que ver con la lista de los treinta y tres reyes visigodos. No se trataba de Ataúlfo o Recaredo sino de una denominación despectiva y peyorativa con la que el insular designa al peninsular resabido o enterado. Si vas de listo eres «godo» pero si eres «chachi» eres peninsular. Así que pillé la indirecta y «aflojé el labio»… por si acaso.

Mi adaptación al clima y a ciertas costumbres canarias en general fue un proceso lleno de anécdotas imborrables en mi memoria. Recuerdo cuando una mañana, afectada por un gripazo considerable, abrí las ventanas de mi habitación con la intención de «respirar aire fresco» y, después de un rato observando una extraña «niebla amarillenta» y de sentir que no podía respirar porque tenía una especie de arenilla en la tráquea, alguien gritó a mis espaldas: «¡Pero muchaaacha… cierra las ventanas que hay calima!»

En cierta ocasión, provoqué unas cuantas carcajadas cuando comenté que me parecía una costumbre muy peculiar eso de ofrecer ropa usada o de segunda mano, sin más, como gesto de confianza (según mi interpretación). Y es que alguien me había comentado que si pasaba por su casa ese fin de semana, me tendría preparada una «ropita vieja» que seguro que me iba a gustar. Cuando supe que la «ropa vieja» era un plato típico canario, traté de arreglar mi metedura de pata «épica» y, demostrando mis infalibles dotes deductivas, di por hecho que se trataría de un plato de pescado, porque había oído hablar de la «vieja», uno de los peces más apreciados y emblemáticos del Archipiélago. Pues no, era un plato de carne. No daba una. Pasar de goda a peninsular tenía su dificultad.

Me costó encontrarle el tranquillo a eso de utilizar los adjetivos «chiquito» y «tremendo» para expresar justo sus opuestos. Tuve que aprender que «chiquito coche» podía referirse a un coche muy grande y «tremendo coche» a un coche muy pequeño, por ejemplo. Con el «ños» y con el «fos» me confundía bastante. Mientras que el «¡ños!» se utiliza también como énfasis, el «¡fos!» se usa como expresión de asco. Así que decir «fos qué risa»… no tenía la más mínima gracia.

A lo que me acostumbré enseguida fue a eso de ser la niña de todo el mundo («hola, mi niña», «hasta luego, mi niña», «claro, mi niña»…). Ahora bien, si delante del «mi niña» se pronunciaba un «mira» (con la «a» bastante alargada), era mejor huir. Pero como después del «miraaa, mi niña», viniera la frase «una cosita te voy a decir», entonces había que huir… lo más lejos posible.

En fin… el anecdotario es extenso. Pero ahora en serio, muy en serio: creo que al final me he terminado enamorando de esta tierra. Y razones no me faltan.

Creo que existen lugares en los que la fuerza del destino parece retumbar directamente en el corazón. Son lugares que actúan como gigantescos amplificadores, como catalizadores de ilusiones, de sueños… y también de miedos. Tenerife es para mí uno de esos lugares. No se puede esperar menos de una tierra regida por un majestuoso volcán llamado Teide, nombre castellanizado del vocablo guanche «echeyde»: boca del infierno, o también, morada del maligno.

Poco importa la traducción exacta porque todas hablan de lo mismo: del terror que provoca enfrentarse a la imponente belleza destructora de un paraíso con entrañas de fuego. Y es que el pico más alto esconde el abismo más oscuro. Ese es el misterio del Teide: nuestro propio descubrimiento. No hay luz sin sombra. No hay sombra sin luz. Por eso en Tenerife puedes conquistar el secreto de la resurrección: la capacidad del ser humano para reinventarse a sí mismo, resurgiendo de sus propias cenizas.

Tal vez sea ese el verdadero propósito de la vida: reconocer nuestro propio vórtice interior, ese desde el cual podemos llegar hasta lo más alto o adentrarnos en lo más profundo. Todos llevamos un «Teide» dentro. Por eso, cuando pones un pie en la mágica isla de la «montaña blanca», estás dando un paso hacia la boca del infierno para reencontrarte contigo mismo en el paraíso. Definitivamente, este es un lugar del planeta de cuyo nombre... sí quiero acordarme.

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