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Si no te gusta, no vayas

Hay un mundo maravilloso que se llama vestuario de mujeres en el gimnasio. Cualquier gimnasio. Eso es así. Solo quien haya tenido el privilegio y la oportunidad de estar en uno de ellos sabrá la cantidad de risas que, inconscientemente, se le escapan a una ante un alud de ocurrencias y comentarios tales que sonrojaría al más atrevido. Los bancos, taquillas y duchas un instante antes completamente vacíos y solitarios, se llenan de voces, gritos y una cháchara que, como se escurre el agua por el agujero de la ducha, no dejará de fluir a lo loco durante varios minutos.

Ese día, entran en tropel al vestuario tras una intensa clase de aquagym de tres cuartos de hora absolutamente frenética a ritmo de Ricky Martin, Rosalía y Shakira, entre otros, y que se oye allende la piscina, en salas varias y espacios de musculación. En el líquido elemento, lo latino lleva la corona imperial. No hay rival. Cantarlo comporta un riesgo obvio, ahogarse, así que los obedientes usuarios hacen lo que pueden con la boca cerrada frente a una monitora saltarina que vuela y no toca el suelo nada más que para tomar impulso. Venga, vamos, sube, aprieta, suelta y date la vuelta.

Agotadas, las integrantes femeninas de la primera clase en grupo de la mañana entran en tropel, como decía antes, completamente energizadas. Una servidora, que también ha ido a nadar ese día pero sola y para deshacerse de una somnolencia adherida como una segunda piel, asiste a la escena. «Oye, que no ha venido Carmen hoy, ¿tú sabes porqué?». Dos señoras de más de 60 años hablan mientras se visten tras pasar por la ducha. Carmen, la tercera amiga, no ha ido ese día. Se ve que se ha ido al pueblo de su padre. «Se ha ido al pueblo de su padre, que son las fiestas y hacen toros», dice una de ellas haciendo equilibrismo con la ropa interior. «Hay que ver la que hay liada con los toros. ¡Menuda polémica ahora! Todos ahí enganchaos». La otra dice que no lo entiende, que siempre ha habido toros en la calle y que si no te gusta, no vayas. «Que digo yo que no estamos en una democracia para prohibir cosas. Si no te gusta, pues no vayas y ya está, pero no digas a los demás lo que pueden o no hacer. Habrase visto». Mientras, la amiga asiente convencida.

«A ver, que yo no he ido nunca, y menos a una corrida en la plaza, me da no sé qué pero, vamos, que menuda perra han cogido ahora con esto de que el animal sufre». Además, añade la compañera (que ha sido más rápida y ya se azuza el pelo frente al espejo) siempre se han matado animales porque si no tu me dirás qué vamos a comer. «¿Si no comemos animales qué comemos?». Se me ocurren un montón de cosas, pero callo para no interferir en este maravilloso fluir de la conversación, entre carnes, muslos, músculos y pelo por doquier. «Pues eso, que ahora todo es maltrato. Todo. Ya no se puede hacer nada, ya ves», asevera con amargura. Yo, que me visto a la velocidad de una tortuga para no perderme un segundo de la conversación, alucino con el cariz de la conversación y temo que vayan a decir ESO que ustedes están pensando. Tanto bordear el abismo, pienso, y acabarán diciendo que la violencia machista es una exageración moderna, propia de una época de flojas y tiquismiquis donde hasta el rasguño de una uña puede ser juzgado por violencia machista. Pero no. Se contienen. O no lo piensan. O en silencio caen en la terrible trampa de que su frase supone para todos, todas y también para ellas.

Así que recogen todo en silencio, se giran, se miran por última vez en el espejo y a una chica silenciosa que se viste demasiado despacio para ser un vestuario de mujeres le espetan antes de salir dando un portazo: «estás arrastrando el pantalón por el suelo». Gracias, les digo. Y lo recojo.

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