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La apuesta por el crecimiento

En China hace muchos años ya que se tomó la decisión política de impulsar el crecimiento económico a toda costa. Cada una de las instituciones del organigrama administrativo chino debe seguir esta premisa: se gobierna para crecer y no para decrecer. Las leyes y los reglamentos, la fiscalidad y las subvenciones, los presupuestos y la ordenación urbana están orientados a aumentar la riqueza y la competitividad del nuevo imperio asiático, a crear empleo, a reducir la pobreza y los desequilibrios macroeconómicos. Uno de los principios de Xi Jinping, heredado de sus antecesores, es que los desafíos se afrontan mejor con las arcas llenas y que el crecimiento económico mejora la calidad de vida de los pueblos. Esta es una regla que, al parecer, hemos olvidado en Occidente con nuestra obsesión por el decrecimiento. Aunque Occidente, por supuesto, tiene motivos para argumentar su posición: el más evidente hoy sería el cambio climático y el medio ambiente. Otro podría ser la brecha social, que no ha hecho más que acrecentarse en las últimas décadas, precisamente a raíz del impulso de la globalización, los avances tecnológicos y la pérdida de poder efectivo de los sindicatos. Inmersos en una revolución industrial, parece obvio que –al igual que sucedió en la primera– las consecuencias sobre las estructuras de la sociedad no son precisamente desdeñables. Ni lo serán en un futuro. Sin embargo, cabe hacerse también la pregunta contraria: ¿nuestros problemas tendrían mejor solución si optásemos abiertamente por decrecer –o por crecer menos– en lugar de maximizar la productividad? Vistos los precedentes históricos, la respuesta no es sencilla. O, al menos, no es necesariamente favorable a una u otra opción. Pero sí deja claro que –a largo plazo–, sin crecimiento, no hay prosperidad sostenible. Y, sin prosperidad, no hay solución a los problemas.

Alertados por décadas de estancamiento, se diría que lentamente los países europeos se han dado cuenta de ello. Por un lado saben que, tras quedarse atrás en la carrera por las tecnologías de la información y la inteligencia artificial, el campo de la economía verde es de los pocos donde aún puede tener un papel relevante. Por el otro, la fiscalidad excesiva y, sobre todo, una burocracia asfixiante han lastrado el crecimiento de un modo significativo. El retorno de las centrales nucleares, la autorización del fracking o una política fiscal más ambiciosa forman parte de este paquete para el retorno a la expansión. Liz Truss, la nueva primera ministra del Reino Unido, parece decidida a impulsar reformas radicales en el funcionamiento de la economía británica, incluso a costa de incurrir en un notable déficit a corto plazo. Berlín es consciente de la necesidad de modernizar sus infraestructuras y su industria, como está haciendo Macron en Francia. Tampoco los países del Mediterráneo, tan endeudados como envejecidos demográficamente, pueden permitirse prescindir de las políticas de desarrollo ante la crisis económica que se avecina este invierno.

Los márgenes se estrechan a medida que el mundo de la estabilidad está llegando a su fin. En nuestro siglo, el crecimiento sano va de la mano de la tecnología y de la ciencia, un ámbito en el que nuestro país se encuentra en una pésima posición. No hay alternativa, sin embargo, a la modernización. Incluso una leve ralentización del crecimiento capitalizado a largo plazo marca la diferencia entre el bienestar y la pobreza. Crecer, sin destruir el medio ambiente, es una prioridad.

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