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Venga, circule

Aprender a bailar

Como suelo tener la radio de fondo mientras trabajo, oí hace unos días la propuesta de Gabriel Rufián de crear un fondo de rescate de hipotecas para quienes no puedan pagarla por las subidas de los tipos. Entiendo la intención, yo tampoco quiero ver a familias en la calle porque se les hace inasumible el recibo del banco. No obstante, no puedo evitar sentirme estafada al oír algo así. La mayoría de las personas de mi edad no tienen los medios para ahorrar para la entrada de una vivienda mínima a pesar de llevar años trabajando. De hecho, muchos comparten piso con extraños a los 30, a los 31, a los 32. Con los alquileres inflados que pagamos todos los meses, cubrimos las hipotecas, los gastos y hasta las vacaciones de algunos de nuestros caseros. Si no se sabe bailar no se va al baile y no se firman hipotecas a tipo variable, ojalá se lo hubieran pensado antes.

Si hago cuentas, diría que a lo largo de mi vida he vivido en unos seis o siete pisos. No cuento la casa de mis padres porque no pagaba por vivir allí, aunque tengo amistades que ahora les entregan a sus progenitores una cuantía mensual a cambio de seguir ocupando su cuarto de toda la vida. Para ayudar con los gastos o para compensar de alguna forma el no haber ahuecado el ala todavía. La cosa está muy mala, supongo que lo entiendo. Que yo recuerde, he compartido piso en tres ocasiones. La primera vez viví con otras tres chicas. Una de ellas era vigoréxica. La evitaba todo lo posible porque me ponía la cabeza como el tambor de una lavadora. Otra se comía lo que le venía en gana, fuese suyo o no. Nunca supe lo que era sentir una rabia similar a una llamarada hasta que abrí la nevera un día segura de que tenía un tupper de lasaña allí metido y no solo no lo encontré en su sitio sino que lo vi abierto en la mesa de la cocina con media lasaña prácticamente aspirada. La tercera encendía barritas de incienso a todas horas para limpiar las energías del pasillo que compartíamos las cuatro. Todas éramos estudiantes. La casera era una persona excelente. Cuando me fui en julio me devolvió el importe íntegro de la fianza que pagué en su momento. Se llamaba Sioni.

Otro piso en el que viví estaba en la calle Rafael Cabrera. Mis compañeros eran tres chicos, dos eran estudiantes de INEF y uno trabajaba y estudiaba a la vez, nunca entendí del todo a qué se dedicaba, eso sí. De vez en cuando nos cruzamos por la calle y nos saludamos rápido de lejos porque no tenemos nada en común, solo el hecho de haber habitado los mismos metros cuadrados durante una época de nuestras vidas. Los cuatro tuvimos una convivencia pacífica, aunque no del todo pulcra. La casera se llamaba Laura, aunque no era realmente la dueña del piso sino la hija de la propietaria, una señora demasiado mayor como para robarle directamente a sus inquilinos. Nos robó por proxy: la hija amenazó con denunciarnos si seguíamos insistiendo en recuperar nuestras fianzas. Yo tenía 26 años y no quería problemas con nadie. Desistí.

La casera de la que más me acuerdo se llamaba María Nieves. Entré a su piso con mucha ilusión porque era la primera vez que tenía la seguridad financiera necesaria para alquilar algo para mí sola. Lo peor de compartir piso es la certeza de vivir con extraños con los que hay que negociarlo todo, desde qué baldosa de la despensa te corresponde hasta el volumen de la música que escuchas en tu cuarto o el espacio que ocupa tu ropa en el tendedero. Todo está abierto a discusión y a ser negociado, es asfixiante. El piso de María Nieves estaba en un edificio de tres plantas que le pertenecía, también tenía alquilada la segunda planta. La tercera se la había cedido a su hijo. Me pregunté cómo sería tener unos padres rentistas. Me habrían ahorrado muchas búsquedas en Idealista y mucho dinero. María Nieves me subió el alquiler casi 100 euros de la noche a la mañana por «la carestía de la vida». Hice cálculos al leer su mensaje y tragué saliva. Tanto ella como su marido estaban jubilados, la vida era mucho más cara para mí que para ellos. Lo hizo porque podía, porque sabía que no iba a poder irme sin perder la fianza y porque hiciera lo que hiciera yo, ella seguía ganando. Acepté sin protestar y cuando abandoné el piso dejándolo tal y como lo encontré ¿creen que me devolvió lo que me correspondía? Aprendí a bailar y ahora saco fotos de cada pared y cada azulejo que veo al entrar y no devuelvo las llaves de ningún piso hasta que recibo de vuelta mi dinero. Ya no tengo 26 años y miedo a todo, no me importa mandar burofaxes como al último casero abusón y ladrón que tuve. Su nombre era Luis y entraba al piso con sus llaves cuando quería. También se quedaba con mi correo. Fue recibir el burofax y recordar rápido que me debía dinero. Tampoco seguiré pagándole la hipoteca a nadie. Para eso me meto en una yo.

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