eldia.es

eldia.es

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Limón & vinagre

La sintaxis de Suárez

En la época en que España se tenía que quitar las legañas terribles del abuelo que fue dictador, Fernando Ónega fue el gallego que le entregó a Adolfo Suárez la sintaxis precisa para acabar con la quietud suicida con la que Carlos Arias Navarro, llamado por un periodista inolvidable, Cuco Cerecedo, Carnicerito de Málaga, intentó parar España en 1975, o aún más atrás.

En aquel país al que le faltaban palabras para decir «no es esto, no es esto», un discurso que explicara, por ejemplo, que los comunistas también podían integrar un ejército de paz en una nación de tanta guerra, Fernando Ónega le dejó en el escritorio al presidente Suárez algunas metáforas que le dieron al que se atrevió a activar la Transición oportunidad de explicar que sus promesas no iban de farol. Que llevaban dentro el engranaje de los grandes proyectos de país, como se dice ahora.

Con cuatro palabras (las más recordadas, «puedo prometer y prometo»), en aquellas ocasiones que parecían de cristal rompible, el periodista más gallego que he conocido después de Álvaro Cunqueiro convirtió a un joven hasta el momento intransitivo, al que solo se le atribuía astucia, en un pilar de un país en efecto diferente. Se fue rompiendo el pasado para que el futuro tuviera algo que decir. En la trastienda de ese compromiso estaba Ónega, mirando de lado, como si él no fuera el que maneja la pluma con una maestría que antes y después sería el núcleo de su periodismo, que huele a poema gallego plantado en el Manzanares.

Después de algunos años en que la reconstrucción democrática de España fue tan palmaria que solo un golpe de Estado la hizo temblar, Ónega regresó al periodismo, su cuna, y Suárez, su némesis, intentó la política de partido, para la que sirvió solo cuando UCD era un instrumento, un sacamuelas, del Carnicerito de Málaga. Solo ante el peligro de sus propios folios, los que él firmaba y decía, en la prensa, en la radio y en la televisión, era no solo el más puntual de los que iban a los estudios sino el que se llevaba los deberes hechos. Yo he visto el bolsillo del que sacaba sus apuntes; como si no tuviera nada en ellos, solo sus cigarrillos, en esas cuartillas que solo tenían palabras sueltas, llevaba trilita o explicaciones, de modo que los directores de los numerosos encargos que cumplió sabían que estando allí Ónega se podían explicar devaneos reales (de la realeza) y de la política de todos los partidos.

Al contrario de lo que se cuece ahora, en la prensa de las más diversas escrituras (la policía, la del corazón, la de los asuntos de la vida), Ónega no fue casado con nadie a todas esas tenidas profesionales. Se dirigía a la cámara, o a los micrófonos, con la solvencia del que también podía decir, sin arrugarse, «de eso no sé nada», y cuando se callaba era por las mejores razones del periodismo, las que a veces se dejan a un lado para presumir que eres el eco de la sabiduría. Callado Ónega también valía en esos medios tan calientes, porque sabía, por sus experiencias cerca del poder, que no todo lo que parece es, y por eso ha sido respetuoso con los que mandan y también con los que quieren mandar. De aquellos conoce el temblor de piernas ante las encuestas más difíciles, las que se hacen dentro de los partidos, y de los que quieren el poder entiende que quizá ellos harían las mismas barrabasadas que están afeándole a aquellos a los que imputan ineptitud o mala cabeza.

Un testigo, acaso de los pocos periodistas a los que se le puede confiar un secreto sin que este salte por los aires en un cuchicheo. Preparado para la literatura, pues es quizá el mejor constructor de metáforas del periodismo de antes y de después del franquismo (con Cuco Cerecedo, repito este noble nombre de nuestro oficio), ha escrito libros que deben leerse no solo porque ahí están bien explicados sus secretos, sino porque esa sintaxis que le enseñó a Suárez es, una y otra vez, un homenaje a la claridad, pero nunca a la innoble claridad de las especulaciones. Los muchachos de hoy, y no tan solo, también los que saltan de una tertulia a otra como si tuvieran género para todo, deberían (deberíamos) aprender de Ónega la discreción y la capacidad de decir, con autoridad, que lo que sabe va a misa.

Una brújula

Gallego de raíz y de dicción, en la radio (en Onda Cero en los últimos años, con Carlos Alsina) ha sido una brújula matinal, el que ha puesto las cosas en su sitio. Se cansó, dice, como puso Guillermo Cabrera Infante al final de Tres tristes tigres, ya no se puede más. Al cubano se lo puso un censor, no se podía admitir en la España de antes de Suárez y de la Transición lo que seguía en aquella novela formidable. En el caso de Ónega, él ha dicho que no puede más, que la vida también son otros asuntos. A la radio le dejó metáforas inolvidables, era capaz de darle aire de noticia mundial al trino de un pájaro, y a la vida política le regaló, por un tiempo, una capacidad de metáfora capaz de cambiar de curso un torrente.

Compartir el artículo

stats