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Luis Ortega

Gentes y asuntos

Luis Ortega

A propósito del volcán

Nada ni nadie se libra de la costumbre, rito y obligación que algunas veces nos complace y otras nos contraría. Desde que entró septiembre, el fantasma conmemorativo campa sobre el pasmado río de lava que dividió el valle fértil y sobre toda la isla, sobre las corporaciones perjudicadas y los ciudadanos de toda idea y condición, castigados por la ira del planeta que, para simplificar, llamamos volcán.

Cuando y donde quiso, con un furor inusitado, rompió en las amables medianías y en el único topónimo señalizado de la heredad histórica de la familia Cabeza de Vaca, el anunciado volcán, tercero de los localizados en el término municipal de El Paso y primero de los registrados en el siglo XXI.

Segó la tensa espera del último domingo del verano y se alargó hasta una Navidad distinta y, en el más largo recorrido de cuantos se documentaron en periodo histórico, dejó una estela de dolor sin muertes y una multitud de víctimas sin sudario, sin memoria, sin nada.

Las largas horas, los tensos días y los meses interminables no han traído respuestas ni aligerado la pena. En ochenta y cinco días, creció y se multiplicó el inventario de daños y el memorial de ausencias, las pérdidas sensibles y las huidas de la geografía rota, y una página de sangre y fuego evoca sin paz ni consuelo un obituario de topónimos amadis o que nunca serán lo que fueron. Aparece en solitario El Paraíso Perdido, bajo un manto funerario de negro con negro y, a la zaga, pequeños caseríos en la cuesta terrible de la destrucción.

Solo nos queda recorrer, y reconocer como entes vivos, los nombres propios, algunos locales y otros foráneos, con zeta también; descripciones ajustadas al territorio, topónimos y accidentes, carreteras y caminos, antiguos o recién bautizados; todos ellos legitimados por la aflicción ante la definitiva ausencia, como El Paraíso y Todoque, o recogidos en sus heridas y a la espera de la resurrección que a su modo, en el idioma de la pena, cuentan lo que Lidia, Marcelino y Goretti, sus penas, protestas y reivindicaciones.

Los destrozos son incuestionables y, también, los riesgos consiguientes por las emisiones de dióxido de azufre y, sobre todo de metano o CO2, causante del efecto invernadero. Se calcula que cada año los volcanes emiten a la atmósfera más de cien millones de toneladas de dióxido de carbono.

Esa cantidad puede parecer elevada, pero es irrelevante si se la compara con las actividades humanas que multiplican por cien las emisiones volcánicas. Sin embargo, localizadas en un área territorial mínima, de apenas tres kilómetros cuadrados, separados por menos de cuatrocientos metros, constituyen una seria amenaza para la salud de las personas.

La exclusión de los núcleos costeros de La Bombilla y Puerto Naos, que, desde el 20 de septiembre de 1971, están sometidos a severos controles de emisiones, y la permanencia de 400 damnificados en instalaciones hoteleras mantienen vivas las secuelas negras del suceso.

Localizada en la zona de Las Hoyas, agrandada en 1940 por el Volcán de San Juan y convertida en una espléndida vega platanera, La Bombilla es una playa rocosa, con aguas y fondos límpidos, rodeada de pequeñas construcciones y con el encanto de los viejos poblados de pescadores.

Lugar privilegiado para el submarinismo y frecuentado todo el año por naturales y forasteros, la erupción obligó a construir un embarcadero de treinta y cinco metros, y su camino de acceso, en Punta del Negro, financiado por la Consejería de Obras Públicas, para servir la comunicación entre el sur y el norte de la colada, que, si bien nació por emergencia, también satisface las necesidades de los pescadores de contar con un punto de atraque y abrigo para sus embarcaciones. Pero esa buena noticia está amortizada con vetado acceso al barrio. Es lo que hay, me dice un pescador.

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