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Josefina Velasco Rozado

La desinformación planificada

Agosto se agotó y con él las fiestas multitudinarias del estío. Y vacaciones o escapadas por medio para acudir a las citas, visitar ciudades, relajarse en la playa o patear la montaña, un día sí y otro también las noticias hierven. Con fuegos por doquier, sequías pertinaces, lluvias torrenciales, vaticinios negros para un otoño que, cuando empiece el frío, será caliente porque el personal –o sea, nosotros– nos sentiremos cercados de amenazas: subida de la luz, el gas, recesión, alza de precios, economía en declive, guerras amenazantes sumándose a las existentes, nuevos virus, más cambio climático y otros males incontables. El pobre y sufrido ciudadano debe prestar atención a la política mundial y a la casera, a la macroeconomía, al esguince de un bombero, a la mujer lesionada en una muñeca o al montañero perdido. Vamos de lo global a lo local, de lo general que afecta a la humanidad a lo singular más singularizado sin reposo ni para digerirlo ni para discernir lo transcendente de lo accesorio. «Solemnizamos lo banal» porque así nos lo venden.

La desinformación planificada

No sé yo si el cúmulo de noticias-despropósitos obedece a una planificación o a nuestra propia falta de proyecto vital. El caso es que la situación de ese totum revolutum, esa caja de Pandora que agitamos y contribuimos a incrementar no es nueva ni de hoy, aunque la multiplicidad de recursos desinformativos lo hace más propenso a esparcir bulos por doquier y sin filtro, por más que proliferen leyes y organismos de combate.

Escriben quienes de esto saben, que ya antes de la Historia, en el lejano Paleolítico, los grupos de cazadores «desinformaban a las manadas de animales para cazarlos», provocando ruidos atronadores dirigiéndolos a pasos angostos donde apedrearlos y fustigarlos a gusto. Luego, con las sociedades organizadas, las prácticas fueron depurándose. Sun Tzu, el estratega chino, siglos antes de nuestra era, ese que sostenía que la mejor batalla ganada es la que no se da, proponía despistar al enemigo con falsas noticias, utilizando espías o emisarios expresamente destinados a desinformar; o sea, que eso de las fake news no es de ahora, aunque la proyección de internet y las redes sociales explosionó el fenómeno. No hubo periodo en la Historia donde la desinformación no estuviera presente en la estrategia del poder. Ramsés II, milenio y pico antes de Cristo, pasó como un invencible conquistador de los hititas gracias a una campaña de autobombo para la posteridad que ocultaba sus muchos errores tácticos. En Roma, Octavio Augusto y Marco Antonio se enzarzaron en empresas mutuas de denigrarse esparciendo todo tipo de mentiras, incluyendo las más íntimas. Ahí ganó Octavio como sabemos. Después, el megalómano Nerón culpó a los cristianos del incendio de Roma que él mismo había provocado y el entonces pobre grupo de seguidores de Jesús se vieron perseguidos sañudamente.

En el siglo XIV, final de la Edad Media, cuando la Peste Negra azotó y diezmó la población de la Europa que despertaba a las ciudades y al creciente comercio, no hubo reparo en acusar a los judíos de semejante desastre por lo que se sucedieron las persecuciones y asesinatos masivos. Debieron pasar centurias para descubrir la verdad. Dos siglos más tarde los espías de la Monarquía Hispánica de Felipe II no lograron contener la difusión de la Leyenda Negra que persiguió al imperio de los imperios de entonces y difundieron las maldades del Demonio del Sur. El Rey Prudente intentó contrarrestarlo, pero sus enemigos eran demasiados y muy activos. Contra el poder de Felipe II valieron todas las mentiras, acusándole incluso de matar a su hijo, el descerebrado don Carlos de la ópera de Verdi que aún en el siglo XIX hacía las delicias de los antiespañoles en una tergiversación mítica. Y es que apelar a las vísceras ha sido, ayer y hoy, el recurso más socorrido en eso de desprestigiar y desestabilizar. Realmente en unas sociedades emergentes con reyes combativos al frente y con financiación comercial abundante el objeto del deseo eran las tierras de aquel gran imperio, así que las noticias falsas contribuyeron a incentivar la permanente lucha por destruir el poder de los dominios en los que no se ponía el sol. Fueron activos en el empeño los holandeses, franceses y británicos. Todavía quedan brasas.

En el siglo XVIII, el de las luces, las gazetas aceleraron la difusión de todo tipo de noticias. Navegar entre las objetivas y las inducidas empezó a ser complicado. Clamaba el padre Feijoo en sus Fábulas Gacetales a favor de la prudencia que debe presidir la función de los gaceteros para no amplificar las consecuencias de falsedades que afecten a la credulidad de los lectores y pongan en riesgo vidas y haciendas o atenten contra el buen nombre de los prudentes «ya trucando pasajes, ya mudando, ya quitando, ya añadiendo palabras, ya trastornando con forzadas interpretaciones el sentido». Oficio delicado el de la información, pues según Catalina de Medici, reina de Francia, «una noticia falsa, creída tres días, es capaz de salvar de una ruina inminente un Estado».

Durante el siglo XIX de creación del Estado la efervescencia política se vio espoleada por una prensa cada vez más abundante y combativa que no se limitaba a la arena estrictamente política y buscaba, espoleando el ánimo público en asuntos delicados, inclinaciones a uno u otro bando. En las ciudades pobladas, sucias, de hacinamiento extremo la presencia del cólera se convirtió por momentos en un terrible azote. Juntándose en el verano de 1834 en Madrid los estragos de la epidemia, el alza de los precios, el calor y la amenaza de los carlistas se encontró como chivo expiatorio a los frailes acusados de envenenar las aguas, lo que desencadenó una auténtica matanza.

El pasado siglo XX fue pródigo en bulos y en ascenso de la desinformación o la información interesada que nos es más conocida. Y apenas estrenado el siglo de las dos guerras mundiales, de las muchas nacionales, de las crisis económicas, los grandes progresos tecnológicos y la eclosión de los medios de comunicación, la extensión planetaria de una epidemia de gripe pasó a la historia con el nombre de gripe española (Spanish influenza titulaba la prensa internacional) cuando realmente su origen fue muy lejos de aquí. Pero los contendientes de la Primera Guerra Mundial, mintiéndose mutuamente y aplicando férreas censuras, encontraron que lo mejor en la dolencia que mataba a sus soldados, ya bastante masacrados, era buscar el culpable fuera y la china le cayó a España, que, carente de sigilo bélico, había hecho público el mal.

Hemos eludido relatar las mentiras vertidas en las guerras de siempre porque ahí está garantizado que la verdad es la primera víctima, así que para qué hurgar.

El caso es que hoy, en la sociedad más informada e interconectada, en competencia fiera de todos contra todos, crece en la misma medida que la información dirigida, la manipulación y la explosión interesada de noticias. El juego perverso de la desinformación está a la orden del día imponiéndose, contra la apariencia de libertad, una peligrosa forma de corrección política que va calando en todo este devenir de igualdades que no son tales y en las que resulta comprometido contradecir, y más argumentando, lo asentado como certezas impuestas. Como dice el académico Darío Villanueva citando a Quevedo: «No he de callar por más que con el dedo / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo».

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