eldia.es

eldia.es

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Francisco Pomares

‘The Crown’

Debe ser la vejez, pero cada día que pasa me siento más ajeno a los fastos y alharacas que alborozan y conmueven cada tanto al común. Ayer me sentí sorprendido durante todo el día por el discreto entusiasmo que ha invadido los platós y redacciones ante la muerte más que razonable (a sus 96 tacos cumplidos) de la señora de Windsor, monarca eterna del Reino Unido.

El respeto impostado, las biografías coloreadas, que antes eran territorio exclusivo del Hola!, o la impúdica declaración de luto oficial en la Plaza Mayor de la capital ayusa, me dejan más frío que caliente. Este país nuestro –cainita y salvaje– solo aplaude a los muertos, aunque ya ni siquiera sean suyos. Una costumbre esta, la de alabar lo difunto, que define nuestra pasión por el dolor y el drama. Pero la reina Isabel murió de vieja, el día después de recibir de pie a la nueva primer ministro.

Su gran hazaña: aguantar sin pifiarla. Es cierto que estar ahí, sufriendo de momificación en diferido desde los tiempos del imperio hasta las jaranas pandémicas del rubio Johnson, sin rebuznar ni una sola vez en todo ese tiempo, es digno de alabanza, tiene su mérito. Que nadie se lo quite a la gran dama portadora de sombreros imposibles. Los descendientes de Jorge V son gente aplicada: desde niños se les convierte en profesionales del saber estar ante las cámaras, la pose impecable y el consumo de té con una nube de azúcar. Personalmente, solo me los creo cuando son de mentira. Cuando son de verdad, aburren. Y la gran dama la que más. Nada que ver con la chispa y el gracejo de la chiflada de su hermana o el triste destino de su hijo sufriente, rey jubilado desde el minuto uno.

Pero este deceso tardío, y las reacciones que ha suscitado no han logrado interesarme lo más mínimo. El espectáculo de la beatificación pública de un personaje tan estirado se me antoja falsario y pueblerino. Me la trae bastante al pairo, vaya: con los personajes públicos de largo recorrido, siempre he preferido su leyenda que los hechos. Por eso, confieso que me tragué aquella impecable serie sobre la corona, las cuatro temporadas enteras, con la fascinación culpable de un tipo dominado por el afán rendija de saberlo todo de esa familia despiadada y cursi, enredada desde el final de la Segunda Guerra en los meandros de la riqueza, el lujo alcanforado de palacio y el poder inútil.

The Crown, a pesar de los exégetas catódicos que la consideran corrosiva para la monarquía británica, ha hecho más por el perdón de los pecados de los feroces inquilinos de Buckingham y Balmorale, que todos los expertos, periodistas y asesores de imagen a sueldo de la casa real. The Crown es el recorrido necesario para suavizar y hacer aceptable al gusto actual de las masas la dramaturgia shakesperiana en torno a la caterva de reyes caníbales de las rosas, aquellas tribus de asesinos de York y Lancaster. The Crown es el reverso moderado y sin sexo explícito (del otro, lo hay a raudales) de Juego de Tronos. Bien mirado, The Crown es la serie que necesitaría un país como el nuestro –ayer oficialmente juancarlista y hoy extraoficialmente republicano, pero de boquilla– para revitalizar y vitaminar esta casi monástica monarquía de ahora, desvestirla de sus últimos e incómodos atributos borbónicos, y salvarla de ser destruida desde dentro por el impacto del deseo de cambios tan indeseables como inevitables.

Pero en España nunca haríamos una serie como The Crown, lo nuestro tiende a ser burdo y vengativo: películas de buenos y malos (y además) corruptos, de hijos pánfilos enamorados hasta el tuétano de mujeres inadecuadas para ser reinas, y de padres puteros con muchas ganas de marcha. Yo siempre he preferido la épica de las leyendas que la moralina de los cuentos, por eso sucumbí episodio tras episodio. Y es que algo tiene la monarquía británica, que hasta un pedo de Lady Di en el retrete del Palacio de Kensington puede ser convertido en un relato de esforzado servicio al país, o en un suculento cotilleo de alcoba. No puede negarse que los Windsor han sabido ser la primera industria nacional.

Compartir el artículo

stats