eldia.es

eldia.es

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Sol y sombra

Alarmas

No sé cuántas cestas de la compra básicas se podrían comprar con el millón doscientos mil euros que el Congreso de los Diputados se va a gastar en teléfonos y tabletas para sus señorías. Probablemente muchas. Pero Yolanda Díaz, ministra del Soviet Español, aún no lo ha calculado.

Bajar el precio de los alimentos sería posible si el Gobierno eliminara impuestos a los productores, a los transportistas o a los supermercados. Pero no. La Hacienda que le paga el sueldo, las dietas y los asesores a la señora ministra —y a los demás ministros y ministres— quiere seguir hincando el diente en la manteca. La recaudación fiscal se ha disparado con la inflación, plasmando la ironía de una sociedad cada vez más pobre y una administración cada vez más rica. Así se pueden comprar teléfonos nuevos sin pestañear.

Los precios, en nuestro país, están vigilados, tabulados e influidos por distintas administraciones. Regidos por la mano invisible del mercado pero también manoseados por la creciente intervención de una caterva de incompetentes que jamás han trabajado en una empresa, pero que se sienten capaces de enmendarle la plana al dueño de Zara y decirle a cuánto tiene que vender la ropa.

Es absurdo pedir que los agricultores ganen más, que los transportistas ganen más, que los empleados de supermercados y tiendas ganen más y que los consumidores paguen menos. No se puede pedir que bajen los precios cuando sube el precio de la luz y el de los combustibles. No solo es incoherente: es imposible.

La subida histórica de los tipos de interés y el anuncio de gobiernos europeos de duras restricciones energéticas anuncian tiempos oscuros. La derecha considera que la ocurrencia de la señora Díaz es nostalgia comunista. Yerran. En el comunismo –vayan a Cuba o Venezuela– el problema es comer, porque no hay suficientes alimentos, excepto para los dirigentes y su aparato represivo.

Como si hubiese un concurso de ocurrencias, ahora propone la UGT al Gobierno de Sánchez crear un fondo para ayudar a pagar las hipotecas. Sí, señor, una idea celestial. También podrían hacer otra para pagar las letras del coche. O los impuestos. Y el último que apague la luz, porque es mucho mejor que pagarla.

«Me hace ilusión» es una frase de una época en la que mediaba un tiempo entre lo que se deseaba y conseguirlo. Ahora todo lo «queremos ya» y antes la demora se consolaba con la ilusión. Algunos morían con ella mantenida hasta el final: «No pudo cumplir la ilusión de su vida». Aun así, había que ilusionarse con moderación o se recibía la áspera reconvención de que «solo vive de ilusiones el tonto de los cojones», el refrán de los desilusionados.

La ilusión advierte de lo que es: «concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos». Esta es la más literal de las acepciones. En latín, «illudere» es burlar, engañar.

La ilusión funciona una y otra vez y es lo penúltimo que se pierde. Se diferencia de la esperanza, lo último que se pierde, en que esta tiene que ver con la realidad. La esperanza es «ese estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea». Cabe esperar lo que se espera por esperanza. La ilusión engaña.

Parecería que la larga cadena de incertidumbre que va eslabonando el siglo no permite la ilusión, pero los políticos ofrecen «proyectos ilusionantes» a los ciudadanos. Cuando la realidad no es favorable la ilusión funciona muy bien. La nueva primera ministra británica, Liz Truss, se libró de su rival conservador, el exministro de Economía, Rishi Sunak, porque él proponía rigor y medidas dolorosas y ella ofreció optimismo sin promesas. Ilusión, engaño.

Como la economía de este otoño viene de nalgas y el gobierno va de culo en las encuestas, el presidente Pedro Sánchez quiere ilusionar y dejar de cenizo al líder popular Alberto Núñez Feijóo en su agorera y refunfuñante oposición. Esta semana, Sánchez reunió a 50 ciudadanos en La Moncloa para que le contaran sus problemas. Salió en todos los informativos. Ahí entra el ilusionismo, que antes se llamaba magia. Esa modalidad es lo que se llama magia de cerca y El hormiguero la retransmite por televisión. Ilusionismo, engaño.

En las cuestiones que afectan al interés general los primeros derrotados suelen ser los que aceptan sin más el juego de vencedores y vencidos que con frecuencia se arrogan los políticos y sus terminales de comunicación para resolver sus cuitas. Con el diálogo de besugos del bipartidismo los únicos que pierden son los ciudadanos que buscan soluciones a sus problemas y acaban por tener que conformarse con las aburridas escaramuzas dialécticas fruto de la polarización sectaria. En ese campo de Agramante se puede decir que vale todo e impera la confusión.

La mejor manera de no explicarse bien es no entenderse a uno mismo como es debido. Un ejemplo que tendrán todavía fresco: el que gobierna le reprocha insistentemente al aspirante a gobernar su obsesión por alarmar a los españoles ante un supuesto apocalipsis energético, mientras él mismo es el primero en recalcar que ante la incertidumbre de la guerra debemos prepararnos para lo peor. ¿En qué quedamos, entonces? ¿Debemos prepararnos para lo peor desterrando de nuestras vidas la inquietud? ¿O es que la inquietud es solo patrimonio de quién la administra como le conviene y de nadie más?

Las expectativas lúgubres no son fruto exclusivamente de quienes las alientan. Se encuentran todos los días en la galopante inflación, la factura energética y el encarecimiento de la cesta en la compra. La «clase media trabajadora», que ahora invoca como un recurrente mantra el presidente del Gobierno, no ha dejado por un momento de empobrecerse. Que eso esté sucediendo no es algo que haya que alentar, se trata de un tangible, de una realidad cuya causa se puede buscar en la pandemia, primero, en la guerra de Ucrania, después, pero también en otros factores que no son precisamente exógenos y que tienen que ver con la planificación interna. De hecho, en un contexto igual para todos, Europa recorta cada vez que tiene oportunidad de hacerlo la previsión de crecimiento económico español. Quizás no haga falta alarmarse mientras nos preparamos para lo peor.

Compartir el artículo

stats