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Luis Ortega

Gentes y asuntos

Luis Ortega

Tanausú

Cuando caen, uno tras otro los mitos de trampantojo y los héroes de cartón piedra que las ultraderechas europeas crean y recrean sin pausa, me llama Loló Fernández para comunicarme la muerte rápida y sorprendente de Tanausú. Así llamábamos a Francisco García Pérez, luchador, docente y entusiasta actor de las películas que hace la friolera de cuarenta años, nada más y nada menos, producía Palma Films para sorpresa de los paisanos y de los círculos cinematográficos de dentro y fuera de Canarias. Entonces la cultura insular se sostenía con las aportaciones de sus protagonistas porque la libertad recién estrenada no se había liberado aún de los corsés y miserias del franquismo y, para colmo, perduraba el desdén por los asuntos del espíritu que fijó un régimen alérgico a las disidencias con el pensamiento pequeño y único.

En ese clima, sin el paraguas de las instituciones y bajo la sospecha de los conservadores que intentaban reciclarse a los rumbos y modos de la democracia, Jorge Lozano y una breve tropa de amigos inquietos, hizo un cine de tanta ambición como dignidad, primero en Super 8 y, cuando sus medios personales se lo permitieron, en 16 milímetros.

En medio del desierto artístico, sin preocupación para el día a día y siempre, y sólo, con vistas a las citas lustrales de la Bajada, se crearon escuelas de danza y teatro; la segunda, dirigida por Antonio Abdo y Pilar Rey, con digna preparación técnica y con una programación más ambiciosa de la que los medios económicos permitían. El inquieto matrimonio se sumó pronto a los proyectos de Jorge y Loló y en Aysouraguan, Abdo encarnó al ambicioso y taimado Fernández de Lugo en una caracterización convincente. El talante del codicioso militar contrastó con la primaria nobleza del caudillo benahoarita que le ofreció la mayor resistencia en la conquista y sólo pudo ser apresado con engaños; mientras quedaba definido el destino de la isla, Tanausú, cargado de cadenas fue embarcado hacia la Andalucía reconquistada por los Reyes Católicos.

Con los fantásticos exteriores del Parque Nacional de la Caldera de Taburiente, las dignas y entusiastas actuaciones de un elenco amplio y un eficaz equipo técnico, la película sobre el último episodio de la anexión, constituyó en su tiempo un excelente reclamo de La Palma y la reivindicación de un héroe nativo, cuya dignidad ponderaron los relatores de la conquista, frente a las ruines mañas del Adelantado, y cuyos valores magnificaron los románticos palmeros en el siglo XIX.

Paco García, el Rubio y/o Tanausú, que derrochaba buena presencia y naturalidad ante las cámaras, también tuvo un rol protagonista en El Salto del Enamorado, sobre una leyenda de Rodríguez López, autor prolífico y con plena dedicación a los números grandes de las fiestas lustrales. Era una presencia popular y afable que se echará de menos en la ciudad, cada vez menos alegre y, en absoluto, confiada.

Y, para siempre, lo asociaré a un caudillo sin discusión, cuyo perfil de valentía y decencia dibujaron con admiración sincera los invasores y que, frente a los tipos dudosos y de fácil instrumentalización, representa al patriota que elige la muerte frente a la esclavitud y protagonizó la primera huelga de hambre documentada cuando el Renacimiento imponía a la vez los derechos de conquista y la recuperación del universo clásico. Mientras recuerdo la valentía del benahoarita y la identidad de nuestro amigo con el personaje, leo los contundentes argumentos que prestigiosos historiadores usaron para situar al Cid Campeador en sus coordenadas reales. Nos enseñaron, con rigor y sin acritud, el retrato cabal de Rodrigo Díaz de Vivar, un aventurero del siglo XI, con mesnadas árabes y castellanas y árabes y con causas musulmanas o cristianas a su plena conveniencia; y, detrás de la patraña gloriosa de un mercenario famoso, el voluntarismo añejo de una corriente carca y patriotera que lo quiso convertir en el adalid de la reconquista y precursor de la unidad de España, cinco siglos antes del reinado de los Reyes Católicos. Franco lo afilio a su causa y lo utilizó sin recato, construyendo, incluso, una estatua ecuestre en Burgos, tan grande o más que las suyas. No sería justo echarle la culpa a Menéndez Pidal por la brillante y esforzada transcripción del Cantar del Mío Cid, una hermosa canción de gesta, género dado a las fantasías, capital en nuestra cultura, sino a quienes se apropian de un personaje de carne y hueso y lo disfrazan con timbres de gloria para sus intereses espurios.

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