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Alfonso González Jerez

RETIRO LO ESCRITO

Alfonso González Jerez

Ex por la pasta

Como veo que la peña insiste en referirse a esta trivialidad me dispongo a escuchar al presidente, Ángel Víctor Torres, su opinión favorable a que los exjefes del Ejecutivo perciban un sueldo. Valga una aclaración: Torres no habla de una pensión vitalicia e incondicionada. En su argumentación los expresidentes acumulan una valiosa experiencia que podría ser singularmente útil para la comunidad a través de un asesoramiento directo o quizás de su inclusión en el Consejo Consultivo u otro órgano que tenga a bien inventarse el Parlamento o el propio Gobierno. Asombran varias cosas, por supuesto. Primero, la inoportunidad ligeramente obscena (y bastante idiota) de este asunto. Es difícil exagerar lo delicada que es la situación económica y social de Canarias y lo turbio del horizonte inmediato. Incluso en el mejor escenario posible –que Putin no corte totalmente el suministro de gas a Europa, que pueda controlarse la inflación en los próximos meses, que Alemania y el Reino Unido no entren en recesión, que no se derrumben las reservas turísticas, que en Italia la ultraderecha no gane las elecciones– a los canarios les esperan un año muy duro y, por supuesto, continuamos instalados en un modelo económico que entusiasma a nuestras élites extractivas pero que a largo plazo es una ruina: muy resumidamente, recibir doce, trece, catorce millones de turistas cada año con una productividad que tiende a lo miserable, un desempleo que en su mejor momento (2007) no bajó del 10% de la población activa y una demografía envejecida. No es que un hipotético sueldo de los expresidentes no deba estar entre las prioridades. Es que no debería figurar en la agenda política del país.

La turra de Ángel Víctor Torres con este asunto es un signo de su transformación a lo largo de los últimos tres años. Al principio (suele ocurrir) el presidente se mostraba como un hombre muy prudente. Ahora se ha desparramado gozosamente y ama su logomaquia como a sí mismo. Es un tic paulinista: quiere estar en todos sitios y habla sobre toda las cosas y muchas otras más. Este empático narcisismo deriva de la ineptitud de un penoso equipo de comunicación, que le ha convencido de su irresistible atractivo y de su talento ciceroniano, y de esa nube de incienso que se chuta su Gobierno a diario. Pero lo peor son las justificaciones.

Un presidente del Gobierno, es cierto, lo sacrifica casi todo: tiempo, aficiones, familia, amistades, los límites morales, la fe en el ser humano. El cargo lo engulle sin piedad y sin remedio. Pero no es un sacrificio heroico, sino una opción vital y profesional tomada libremente. Nadie sufre siendo presidente del Gobierno por ser presidente del Gobierno. Es un trabajo absorbente, agotador, sucio, incómodo, sórdido, extenuante y para gente como Torres (y sus predecesores) irresistible. Casi siempre una adicción insuperable. Una apuesta de todo o nada clavada en el pecho. Sobre todo un presidente quiere, ha querido y querrá ser presidente. «Aquí», le dijo Lincoln a un amigo señalando su despacho en la Casa Blanca, «se puede llegar quizá por casualidad, pero no sin desearlo mucho». Contra lo que afirma Torres, la sabiduría experiencial de un expresidente no suele servir para casi nada. Porque el presidente no es un técnico sino una función de poder, aunque pueda aprender tecniquerías. El poder embadurna todo el conocimiento que adquiere el político, y ese conocimiento adquirido, sin el poder, enflaquece, se debilita, pierde cualquier objetivación. A los expolíticos (expresidentes, exministros, exdiputados) los contratan las grandes empresas privadas por razones políticas, no por ningún know how que lleven en el ojal de la chaqueta. Por sus contactos, por sus agendas telefónicas, por los favores prestados o debidos. Como es socialdemócrata (o eso cree) Torres prefiere que sea la administración pública quien los compre. Huele mucho menos.

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