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Matías Vallés

Gorbachov, el arte de lo imposible

El expresidente soviético Mijaíl Gorbachov.

Con Mijaíl Gorbachov se extingue la última esperanza de que Rusia albergue una sombra de racionalidad. Liquidó la Guerra Fría, desmanteló la Unión Soviética y sus satélites, presidió el derribo del Muro de Berlín y orquestó el cambio de civilización con un número insignificante de pérdidas humanas, porque la ejecución del dictador rumano Ceaucescu a manos de sus víctimas no puede contarse entre las muertes a llorar.

La dimensión de Gorbachov es inalcanzable en el mundo actual. Los gobernantes de teocracias islamistas como Irán o maoístas como China están presos en las coordenadas de sus respectivos países, ni siquiera tienen la energía suficiente para ensanchar sus límites. Armado por solo dos palabras, 'perestroika' y glasnost, reforma y transparencia, el mandatario soviético dio un vuelco a su bloque anquilosado.

Es curiosa la manida reflexión de que el desvencijado magma de la URSS con sus aledaños debía caer por fuerza, y constatarlo con la tradicional soberbia occidental desde países europeos o americanos hoy al borde del colapso en la visión más optimista. ¿Dónde está el Gorbachov que pueda aplicar a la Unión Europea o a los Estados Unidos al borde de la Guerra Civil la medicina no letal de una reconstrucción?

Hasta Gorbachov, se insistía en que la política era el arte de lo posible. Los mandatarios limitaban así artificialmente su capacidad de gestión, aunque nunca sus prerrogativas. Con la llegada de Gorbachov al poder tras los dinosaurios Breznev, Andropov Chernenko, el ruso juvenil ejecuta en los ochenta el arte de lo imposible. No se trata solo de valorar los efectos a menudo perversos de sus logros, sino de constatar que sus pacíficas conquistas eran inverosímiles.

No ha habido otro Gorbachov. Sobre todo, el mundo no puede contar en el futuro con la reaparición de una figura de su talla. En la expectación creada por su venida, solo el fulgurante Obama se le puede comparar en la suspensión del aliento colectivo, si se soslayan los decepcionantes mandatos del primer presidente estadounidense que se aburrió en la Casa Blanca, porque no estaba a la altura de su méritos.

Obama no tiene la culpa directa de la llegada de Trump, que es responsabilidad de la danzarina Hillary Clinton. Del mismo modo, es injusto atribuir a Gorbachov las carencias de su sucesor Boris Yeltsin, preservado en alcohol mientras sustentaba una poderosa mafia de la que Vladimir Putin vino a exculparle. Ahora bien, también es injusto utilizar al estadista ahora fallecido contra el presidente de Rusia en vigor, como hace el ministro José Manuel Albares. Por ejemplo, Gorbachov se pronunció a favor de la anexión de la Crimea ucraniana.

Gorbachov muere en las mismas fechas en que se conmemoran los 25 años de la desaparición de Lady Di, y no debe advertirse frivolidad alguna en la coincidencia. La recepción callejera de estrella de Hollywood al presidente ruso y a Raisa Gorbachova en Estados Unidos, solo tendría una repetición con la canonización en vida de Diana de Gales en el mismo país. La princesa del pueblo y el presidente del pueblo.

Gorbachov aceleró los acontecimientos hasta el límite de resistencia del planeta, pero no lo sacó de sus raíles a diferencia de gobernantes más modosos. La posibilidad de una guerra fue durante su mandato un tema de conversación recurrente, pero nunca una hipótesis próxima y menos aún materializada. En los tiempos actuales, Rusia está en guerra con Estados Unidos aunque sea a través de un país interpuesto.

Gorbachov supo dirigir a Reagan y Bush porque se tocaban. El contacto físico en Ginebra o en las cumbres marítimas favorecía un mundo en paz. En su primer encuentro con Reagan, el presidente estadounidense le planteó, "Mijaíl, ¿la Unión Soviética nos ayudaría ante una invasión alienígena?" Su interlocutor ruso lo tranquilizó al respecto, y el americano le recordó que también Washington acudiría en auxilio de Moscú asediada por los platillos volantes. Fue la filosofía de la caída del muro, puro Gorbachov.

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